La imagen de ambos en la habitación era realmente sensual. Luis tenía puesto un atractivo slip de colores que resaltaba su anatomía y le ponía un bello marco a ese abdomen plano y tallado. Luz, un sujetador y una tanguita negra que le daban un aire esplendoroso a su delicado, esbelto y suave cuerpo que era innegablemente hermoso. No cabía más sensualidad en aquel ambiente, la noche se presentaba realmente amorosa. Mientras habían estado en la fiesta, Luis, había hecho una llamada telefónica para que dejaran en la habitación un bello ramo de flores ex profeso para la muchachita.

Recordemos que, en Cali las flores huelen tan bien como las propias mujeres. Un perfume angelical y embriagador desprendía el lindo ramo, el cual, Luis fue a buscar en el otro recinto de la suite para entregárselo ahora a su amadita. Eran orquídeas blancas y claveles rojos, sin duda alguna, el sinónimo de aquel apasionado amor. Luz recibió de pie el ramo y lagrimitas de felicidad hicieron brillar sus ojos. Acarició incrédula las bellas flores, que a su vez le devolvieron la caricia, envolviéndola y envolviéndolos a ambos con su entrañable aroma.

No podían dejar de mirarse a los ojos y de apreciar cada expresión que el rostro de cada uno regalaba al otro. Luz mientras dejaba el ramo a un costado, sobre una mesita, acarició suavemente la mejilla de Luis y acercándose a él le dio un tierno beso de agradecimiento en los labios. Ese detalle de las flores la había cautivado. Ningún hombre antes había tenido una atención así con ella. Volvieron a sentarse ambos en el sofá y un TE AMO al unísono susurró en la habitación. Luis estaba extasiado con el cuerpo de la muchacha, se sentía seguro por su condición de hombre.

Además, como diestro famoso y viajero incansable, en su vida había conocido a muchas mujeres pero, en su fuero interno y por momentos, estaba empezando a comprender que Luz no era un capricho de una noche de éxito más. Ambos estaban embelesados uno junto al otro y Luis comenzó a acariciar los muslos de la muchacha quien, de pronto, hizo que el torero se acostara en el sofá para acariciarlo mejor. Estaban en penumbra puesto que Luis había apagado antes unas luces y bajado la intensidad de otras, por lo tanto una suave luz iluminaba la habitación.

La guapa caleña veía y acariciaba aún sorprendida el rosario de cicatrices que “adornaban” el cuerpo de su amado y tomaba consciencia que este hombre se jugaba la vida frente a los toros en cada tarde. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once…hasta doce cicatrices contó Luz en el cuerpo del torero que la había seducido.

Mientras sus manos acariciaban aquella anatomía lacerada por los pitones de los toros que, de alguna manera, la dejaban anonadada y preocupada a la vez porque, a no dudar, esas cicatrices certificaban toda la sangre derramada por el diestro en todas las cogidas que había sufrido por aquellas plazas en el mundo. Si Luz estaba descubriendo un mundo nuevo con aquel hombre, el diestro, por vez primera en su vida, sentía que estaba junto a una mujer por el precio del más bello cariño y, como ahora, bajo los efluvios del más apasionado amor. Ambos se sentían mutuamente cautivados y el momento resultaba maravilloso. Juntos los dos, al unísono, se acariciaban con esa ternura de los más bellos enamorados.

Lo que estaba sintiendo Luis nada tenía que ver con lo que sintió con las otras mujeres que habían pasado por su cama. Sentía que aquel encuentro, aquella relación lo motivaba dentro de su ser. No era sólo un encuentro carnal puro y duro. Existía algo más. En el ambiente, se percibía eso. Luz temblaba de la emoción porque por vez primera en su vida estaba con un hombre. ¿Sería este encuentro el presagio de un bendito amor? Ésta y mil preguntas más se hacía la muchacha. Ya que en honor a la verdad, Luz jamás había sospechado que tras conocer a un chico, de repente, se viera a solas con él en la habitación de un hotel y medio desnudos como estaban. Sentía miedo y, a su vez, un inquietante placer en su alma, y a no dudar, en su cuerpo. Ella se dejó llevar por las emociones que estaba sintiendo y, sin darse cuenta, se posó encima del cuerpo del diestro.

Ambos olían su propio perfume y, fundidos en un abrazo eterno, se dieron el más apasionado de los besos. En aquel instante, sus cuerpos rezumaban amor por los cuatro costados. La sensación que sentían era inexplicable, no acertaban a creer cuanto estaban viviendo, ni el uno ni el otro articulaban palabra, se dejaban llevar por los instintos de sus cuerpos. Luz y Luis se acariciaban por completo. Sus manos, movidas por los impulsos de sus corazones, recorrían sus cuerpos; él y ella, apasionadamente, se deseaban. Sentían que la eclosión de aquel amor estaba muy cerca. Del sofá pasaron a la cama. Allí se sentían muy cómodos. Luz temblaba, era lógico. Se trataba de una experiencia tan nueva que la tenía agradablemente rendida, entregada. Era la primera vez que compartía la cama con un hombre y, para su fortuna, no era un encuentro casual; no era un capricho de una noche como ocurre millones de veces entre un hombre y una mujer cuando el alcohol los lleva hasta el sexo torpe, guarro y sin sentido.

Luz, de no haber intuido y vislumbrado que iba a ser así, jamás hubiese accedido. Pero allí, en aquella penumbra se palpaba el amor en su más viva expresión; un hombre y una mujer se entregaban sus inmaculados cuerpos para el deleite de sus almas. Ellos estaban lúcidos y sabían perfectamente lo que hacían y, ante todo, lo que deseaban. Todo se había dado bajo los efluvios de un romanticismo tocado a la antigua que, en los tiempos que vivimos, sonaba como de otra galaxia.

Ahora, como sabemos, el sexo es algo brutal. Prima más entre los jóvenes el instinto animal que el bello romanticismo que pueda llevar a un hombre y a una mujer a entregarse sus puros cuerpos. Aquella burda expresión de usar y tirar, tan en boga respecto a la mujer, no cabía dentro del cuerpo ni el alma de Luis Arango. El diestro estaba en la cama con aquella muchachita por un halo de ternura puesto que, desde que la vio, quedó cautivado.

–¡Te deseo, Luis; hazme tuya por favor te lo pido! –dijo la muchachita. Ambos estaban completamente desnudos en la cama y, sus bocas sellaban una y otra vez un pacto de amor. Entrelazados uno junto al otro, Luis penetró a la muchacha con suavidad, con esa ternura que produce el amor; él sabía de su virginidad y quería que se sintiese mujer. Luz sintió un pequeño dolor al ser penetrada; dolor que se convirtió en el más absoluto placer cuando su amadito la saciaba en su sed de amor. Luz gemía de placer; Luis jadeaba por la pasión que recorría su cuerpo. Ambos estaban flotando; el placer del cuerpo, unido al que arrebataba sus almas, les estaba dejando sin fuerzas.

Estaban viviendo una historia apasionada; un momento irrepetible; una soledad llena de vida; una noche extraordinaria, memorable, que difícilmente volvería a darse porque era un encuentro fantástico. Una unión de sus cuerpos que se sostenía por aquel apasionado amor. El sexo que estaban teniendo los sació por completo. Luz estaba en los cielos ya que era su primera experiencia y la estaba cautivando. Jamás antes había sentido un placer como el que Luis le estaba proporcionando. Se abrazaban, se revolvían, distintas posturas tomaron antes de lograr el orgasmo.

Dos cuerpos que, en realidad, era una solo. Juntos tenían la sensación de haber vivido una eternidad el uno junto al otro; la complicidad sexual que estaban teniendo ni ellos mismos la sabrían explicar. Armonía, pasión, lujuria, encanto, embeleso y cuantos adjetivos más quisiéramos añadirle, nunca podrían definir la sensación que aquellos jóvenes estaban teniendo en la cama. Gemidos de placer se escuchaban en toda la habitación.

Un hombre y una mujer habían entregado sus cuerpos para el deleite de ambos; nada se debían y todo se lo daban. Tras el deleite del sexo que con toda intensidad abordaron para saciarse de forma plena, Luz, como si de una experta se tratare, se entregó a Luis para que, de tal modo, al unísono, ambos tuvieran un orgasmo irrepetible. –¡No puedo más, querida Luz; no puedo aguantar más! –gritaba Luis. –¡No pares, amor, no pares…! ¡Quiero que tengamos el orgasmo juntos!

–Sentenciaba la chiquita con la voz entrecortada.

En aquel preciso instante mientras un escalofrío recorría sus cuerpos, ambos quedaron casi sin sentido. Dentro de ellos se estaba produciendo un orgasmo espectacular; lo más bello que a la muchacha le había sucedido en su existencia y para el torero, con toda seguridad, su noche más romántica. Repitieron su amor un par de veces más, hasta el amanecer y ambos quedaron exhaustos de placer pero de una forma angelical porque juntos saborearon el dulce manjar del sexo teñido por el bendito amor. Aunque ellos, en realidad, no sabrían definir si el sentimiento que les unió era el prototipo del amor, sí sabían que algo inexplicable les había llevado a practicar el sexo con una pasión desmedida.

Si pretendían saciarse, ambos quedaron ahítos de placer; sus caras, en aquel momento, lo decían todo. Se sentían cansados, sudorosos, felices como saboreando el gran premio que la vida les había otorgado. Luis supo hacer feliz a una mujer y ésta, por su lado y siendo la primera vez, sentía que su cuerpo tenía un sentido, podía dar placer y se lo dio al hombre que amaba. Muchas ideas rondaban por la mente de la muchacha; se levantó de la cama y, al mirarse en el espejo y ver su propio cuerpo desnudo que la había hecho feliz junto a su amadito, empezó a danzar para Luis que todavía estaba en la cama. Él la miraba con ojos de estupor, había encontrado a una mujer que, desde todos los ángulos, le había proporcionado una felicidad inexplicable. Así lo sentía su cuerpo y, lo que es mejor, su alma.

Estaba amaneciendo y Luz, como se sabe, tenía que despedirse del torero. Su turno para empezar el trabajo tendría lugar dos horas más tarde. No le quedaba tiempo para volver a casa y, había decidido quedarse en el hotel puesto que en breve plazo de tiempo tenía que empezar la jornada. De repente, aunque Luis sabía de las circunstancias profesionales de la muchacha le dijo: –Luz, no te vayas, por favor. ¡Quédate conmigo, te lo suplico!

Pla Ventura