Trasladados Lucía y Rodolfo, únicos sobrevivientes de la enorme tragedia caleña, al hospital, quedaba mucho trabajo por hacer. El escenario dejado atrás era horrible; ya no quedaban dudas acerca del destino de la tripulación y pasaje. Salvo los afortunados Lucía y Rodolfo, los demás eran todos fallecidos. El presidente de Colombia estuvo presente en el lugar de los hechos hasta que prácticamente se dieron por concluidas todas las tareas de rescate.

Él mismo declaró por la cadena nacional, ya casi finalizando la madrugada, a toda Colombia de luto. E hizo saber que, en consenso con los familiares de las víctimas, se había dispuesto que los restos mortales de todos los fallecidos colombianos iban a ser velados en el estadio olímpico Pascual Guerrero de Cali, donde recibirían los responsos religiosos, y luego, desde allí, serían llevados hacia el lugar de descanso eterno elegido por cada familia afectada.

Colombia, desdichadamente, a esa altura del día ya era el centro de atención en todo el mundo. La noticia, gracias a las distintas televisoras, se había difundido ampliamente y el planeta entero estaba consternado por la tragedia caleña. El Rey de España mandó un telegrama de condolencias al presidente colombiano para que lo hiciera llegar a todos los familiares de las víctimas; entre ellas, en especial, a la señora madre de Luis Arango, puesto que el Rey no olvidaba que el diestro colombiano le había brindado un toro en su última comparecencia en el ruedo de Madrid.

Ciento sesenta y siete banderas colombianas cubrían todos y cada uno de los féretros ubicados ya, de manera equidistante, sobre la gigantesca cancha del estadio citado. Sólo once de las víctimas eran extranjeros, y habían sido derivados hacia sus países de origen según lo fueron disponiendo cada una de las embajadas. La amalgama de brillantes colores: amarillo, azul y rojo, de la bandera colombiana, de no ser porque tapaban féretros, hasta parecía que formaban parte de una alegre manifestación patriótica.

Por decisión presidencial se les entregó a todos los muertos una medalla distintiva que los hacía hijos predilectos del país, y respecto a Luis Arango, además, se le impuso una réplica exacta del Señor de los Cristales, el trofeo que, cada año, se disputan los afamados diestros que actúan en Cali y que, justamente, Arango había conseguido en las dos últimas ediciones. Durante cuarenta y ocho horas se había permitido que los caleños pasaran por aquel lugar para darles el último adiós a sus seres queridos, e incluso hubo mucha gente llegada desde todas partes de Colombia, venida expresamente hasta allí, para despedir a familiares y conocidos. Fueron muchos miles los ramos de flores, coronas y palmas que todos tributaban como ofrenda.

Aquel estadio se había convertido, por obra y gracia de los caleños y demás presentes, en un bello jardín. Paradoja ilógica del destino, porque el colorido de todas esas esplendorosas flores había logrado espantar al negro sentir de la muerte, que ahogaba el corazón de los vivos; aliviando algunas de las muchas lágrimas allí vertidas. Gracias al perfume que esparcían al aire y al salpicado arco iris de colores con que adornaban –sin pretenderlo ellas –con amoroso marco, los carriles de esa parte de la pista de atletismo, situada atrás, de hacia donde habían sido prolijamente dispuestas las cabeceras de todos los féretros.

Sólo por esa parte del estadio, los organizadores habían dispuesto que podía circular la gente para dejar sus ofrendas. De esa manera, las televisoras podían emitir, continuamente, una imagen acabada de lo que iba aconteciendo, haciendo que, visualmente, aquel lúgubre panorama se viera un poco menos triste de lo que en verdad era. El féretro de Luis Arango estaba ubicado casi al centro de la primer fila.

Se distinguía del resto porque la bandera de Colombia se la habían deslizado cruzada a sus pies y sobre el medio del ataúd había desplegado un bellísimo capote de paseo en azul celeste y oro que la madre del diestro quiso que le pusieran para engalanarlo. Porque fue el capote que usó en su confirmación como torero, precisamente aquí, en Cali, su ciudad natal. La que hizo que apareciera en su vida, por primera vez, la oportunidad de mostrar el bello juego de su arte al mundo entero del toreo.

Junto, muy junto a su lado, había otro féretro, con un sencillo ramo de rosas blancas y rojas dispuesto en bellísimo arreglo, sobre su medio. Era el féretro de Luz. Y cerca de ese lugar, unidos todos en un mismo grupo, estaba toda la torería de Colombia. Nadie quiso faltar para despedir al ídolo nacional, ese jovencísimo y valiente torero que estaba conquistando el mundo entero con su arte y también con su nobleza humana. Todos los compañeros de Arango lloraban sin consuelo la desaparición de los ruedos del diestro más representativo de Colombia de los últimos años.

Pese a la fe que depositan en Dios –que suele ser mucha–, para los colombianos la partida o mudanza de los seres queridos, siempre es un trago amargo. Así lo decían las caras de todos los presentes y, de forma muy concreta, los rostros de los toreros colombianos que, antes que pensar que se habían quitado de en medio un rival, lloraban la pérdida del amigo, del hermano, del hijo que ya no podrían admirar ni volver a ver nunca más en nuevas brillantes faenas; a no ser, que sea en las ensoñaciones de los críticos taurinos, cuando dejan de lado al implacable juez fustigador que alimentan y se convierten en poetas del bello arte del toreo, haciendo nacer al ídolo que los inspiró.

Pasado el tiempo establecido por las autoridades, Monseñor Galiano Baeza, obispo de la Arquidiócesis de Cali, ofició la ceremonia fúnebre donde, además de explicar la palabra de Dios y mostrar su fe para trasmitirla a los miles de personas que allí se habían congregado, en su homilía trató de infundir consuelo y resignación en aquellos corazones rotos por el dolor que, al escuchar las sentidas palabras del obispo, no pudieron evitar que sus ojos se empañaran otra vez con el agua y la sal de las sufridas lágrimas, curiosa agua y sal que también derrama el cálido mar que besa las costas de Colombia.

Finalizado el acto, el señor obispo entregó la bendición a todos los presentes y rezó por todas las víctimas que, como dijo, ahora ya están junto a Dios.

–Hermanos todos –dijo el obispo–, oremos ahora por todos nosotros puesto que, ellos, los hermanos que en esta oportunidad nos han precedido en el último viaje, ya están todos junto al Altísimo Padre. Dichosos ellos que han tenido la fortuna de marcharse junto a Él; ya no tendrán dolor, no tendrán penas, no sufrirán por nada; no tendrán enemigos, ni tampoco enfermedades; gozarán, en cambio, de la paz divina y de la misericordiosa y fulgurante presencia eterna.

Decenas de coches funerarios se fueron presentando en el lugar para ir trasladando los féretros uno a uno, hacia su morada final. Cuando tocó el turno de trasladar a Luis Arango, la torería de Colombia tenía previsto el acto que inmortalizaría para siempre la fecha de la muerte del diestro. El féretro fue llevado con el coche fúnebre hasta las inmediaciones del coso de Cañaveralejo y allí, a hombros de sus compañeros, se le entró en la plaza de toros.

Así, Luis Arango dio la última vuelta al ruedo en su cuidad, la que lo vio nacer como artista y la que ahora lo inmortalizaba para siempre como tal, puesto que, la gente que lo alentó y lo vio triunfar en repetidas ocasiones, una vez más, volvió a llenar el coso para darle el último adiós a su torero. Y volaron al aire miles de coloridos claveles y se dejaron sentir los gritos de ¡óle!, ¡óle! y ¡torero, torero! a medida que el séquito humano completaba la vuelta.

Cali lloraba la pérdida de un hijo dilecto y querido, y Colombia no sólo lloraba por Arango, sino que también lo hacía por todos sus otros amados hijos fallecidos, y lo hacía vestida del más doliente luto. Por último, una sentida y unánime ovación se dejó escuchar en la plaza, y el diestro triunfador se fue para siempre a hombros de su gente, saliendo por la puerta grande. Y los caleños, al margen de la consternación que estaban sintiendo, demostraron tener memoria histórica puesto que, en dicho recinto taurómaco, Luis Arango dictó innumerables y bellísimas lecciones de torería, algo que no volvería a ocurrir.

Pla Ventura