Por momentos, Rodolfo enloquecía en el hospital; hasta intentó suicidarse queriendo arrojarse por la ventana. Cosa vacua, porque su habitación estaba en el primer piso. Era demasiado el dolor que cargaba en su alma; se recuperaba su cuerpo, pero su mente, en demasiadas ocasiones, se quedaba en blanco, se perdía; no podía digerir en su corazón cuanto había vivido. Además de los médicos, una psicóloga le acompañaba a todas horas. Estaba feliz por haber nacido de nuevo, pero muy desdichado cuando analizaba la tragedia. Hasta se preguntaba los motivos de por qué tuvo que ser él el que se salvara de tan grande hecatombe.

En aquellos días, Rodolfo analizaba en el hospital lo que había sido su vida; incluso lo que era su feliz presente. Había sido informado de que la azafata llamada Lucía Ostos se había salvado igual que él, razón por la cual preguntaba a los médicos todos los días por ella, y ellos le contaban que, aún sin que peligrara su vida, sus lesiones les obligaban a tenerla en la UVI y por dicho motivo no se la podía visitar. ‘El Mago’, en la medida que su pierna se lo permitía, deambulaba por los pasillos del centro sanitario.

Su cara era todo un poema; la cabeza envuelta con esparadrapos y vendas para cubrir la tremenda herida que tenía en ella; su cuerpo era todo un mapa de lesiones; pero todas recuperables. Ver ahora al Mago en traje de baño era un azote para los ojos de cualquiera. Doly Ramírez, la psicóloga, le repetía una y mil veces:

–Tranquilo, Rodolfo, usted ha vuelto a nacer, y por eso tiene que empezar a vivir de nuevo. Es usted un niño grande, pero un niño a fin de cuentas. Dios ha querido que usted siga en el mundo, y posiblemente doña Alicia, su madre, cuando usted llegue a México le seguirá cuidando como el niño pequeño que es usted ahora.

–Señorita –decía Rodolfo–, me siento muy frustrado; se me marchó mi cuate Arango y su novia, a la que quise tanto como a él; salvo esta mujer, Lucía Ostos y yo, murieron todos. ¿Qué será de nosotros ahora? Me estremezco al pensar que, cuando salgamos del hospital, estaremos en el ojo del huracán para todos los medios informativos y eso me asusta tanto como volver a subir en un avión, ¿sabe?

En plena conversación entre ambos, sonó el teléfono, que atendió la psicóloga. Era una llamada muy especial para ‘El Mago’.

–Rodolfo –dijo ella–, es para usted.

–¡Aló! ¿Quién habla?

–¡Soy mamá, hijo mío! A Dios gracias te encuentro y siento que estás vivo. Casi muero viendo las imágenes que la televisión nos mostró y, cuando supe que tú ibas en ese avión desvanecí, quedé sin sentido y tuvo que ser tu hermana la que me atendiera.

¡Creí que estabas muerto hijito de mi alma!

–’’El Mago’’ comenzó a titubear, conteniendo el llanto–.

-No, amor, no digas nada, deja que yo te hable. Sabiendo que estás ahí, al otro lado del teléfono, con eso me basta y me sobra; no me cuentes pormenores; saberte vivo es la bendición más grande que nos ha dado Dios. Dime ahora sólo lo importante. ¿Cómo te encuentras? ¿Cuándo vas a venir? ¿Qué te han dicho los médicos? ¿Podrás volver a torear?

‘El Mago’ quedó mudo, intentaba recuperarse de la emoción de escuchar a su madre; la felicidad que estaba sintiendo al escucharla no tenía parangón y, de todas las preguntas que doña Alicia le hizo, la que lo dejó perplejo fue cuando ella le preguntó cuándo podría volver a torear. ¡Increíble, pero cierto!

–Mamá –contestó ‘El Mago’–, no sufras; estoy bien. Hoy, tu amor ha sido la mejor de las medicinas. Veré si puedo salir de este shock que la vida me ha dado; me están ayudando mucho. Mi cuerpo se está recuperando y, ¿sabes qué? Ayer vino a visitarme el presidente de Colombia. ¡Todo un señor, mamá! Me brindó su ayuda y me dijo que lo que necesite que no dude en pedírselo. Volví a nacer y, como sabes, ahora tengo el respeto de todos. ¿Dices de volver a torear? ¡Mamá, creo que eso no será posible! Perdí a mi cuate Arango y eso me ha marcado mucho; me siento muy solo sin él.

No te había contado pero, cuando nos vimos en México, ambos teníamos planeado montar una corrida en Cali y otra en Bogotá, aprovechando el buen nombre y mejor cartel que Luisito tenía en Colombia. Para él lo era todo que yo toreara a su lado en Colombia y para mí también. Ahora, mamá, ya todo es historia; se desvanecieron todos mis sueños. Si antes del accidente me quedaban pocas fuerzas por culpa del alcohol; ahora, si me repongo, Dios dirá.

Los ochenta y cinco años de doña Alicia no eran impedimento para que ella razonara junto a su hijo y le dijera que ahora lo que importaba era él, que estaba vivo. Y su pregunta acerca de volver a torear no fue una pregunta al azar, ella era sabedora de cuáles fueron siempre las mayores ilusiones de su hijo y no dudó en apelar a ellas para darle un motivo en que creer, en que pensar. Ella sabía muy bien en que iba a terminar sumido su hijo sin un sueño, y por nada del mundo quería llegar a verlo así. Mucho menos, habiendo ‘su tesoro’ sobrevivido a esta horrible tragedia. Sólo ella sabía lo que sufrió, hasta que se supo del afortunado destino de éste. Sólo ella sabía cuánto le imploró a Dios para que lo dejase a su lado. Y si bien la perspectiva futura de perderlo ante un toro era funesta, la perspectiva de perderlo muerto en vida, víctima de una depresión, era muchísimo peor. Solo ella sabía cuánto le dolía el corazón en estos momentos, por su amado hijo.

–¡Cuídate, hijito! –sentenció su madre–. Lo primero es tu salud, que no quede secuela alguna en tu cuerpo y tampoco en tu alma. te esperaremos como siempre, para amarte como nunca. Y quiero que sepas que desde siempre tu madre te ama así. ¡Adiós mi vida! ¡Cuídate! ¡Te amo muchísimo, mi amor!

Acabada la conversación, los ojos de Rodolfo se empañaron de lágrimas. Él seguía siendo el niño chico que ya bastantes años atrás había parido su madre pero, para ella, él seguía siendo un pequeñín; se emocionó tanto con la conversación que no podía contener el llanto. Doly estaba asombrada; comprobó cómo reaccionó y razonó ‘El Mago’ y quedó satisfecha. Los progresos anímicos del diestro mexicano estaban siendo una bendita realidad. Su cuerpo sanaba, pero era su mente la que preocupaba a los médicos y, de forma muy concreta, a Doly Ramírez, la psicóloga que lo atendía permanentemente.

–Le veo feliz, maestro –dijo la muchacha–. Se ha emocionado usted con la llamada de su madre, y eso es señal inequívoca de que su corazón sigue latiendo de forma maravillosa y que, sin duda, coordina con su mente. La vida sigue y tenemos que girar todos juntos con ella. Dichoso usted, y esto quiero que lo grabe dentro de su alma; porque ha vuelto usted a la vida y por esa bendición quiero que le agradezca enormemente a Dios.

–Sí, señorita –respondió Rodolfo–, es usted muy amable. No sabe cómo le agradezco lo que está haciendo por mí. Y sí, mujer, escuchar a mi madre ha sido otro regalo que me ha hecho Dios. Ella ha sido el comienzo y centro de toda mi vida. ¡Si viera usted lo feliz que se puso el día que le regalé una casa! Viví para ella, nada es más cierto, aunque luego las circunstancias de mi vida me empujaran hacia el horrible mundo de la bebida. Me castigaron los hombres y me refugié en el alcohol. Fui débil, ¿sabe usted? Fui cobarde, ¿sabe? Fui de todo, menos lógico. Hasta la gringa con la que me casé fue un error, ya que si bien yo la amaba, su permanencia junto a mí no me ayudó nunca para nada. Una vida llena de desdichas que, de vez en cuando, tomaba aire cuando lograba llevar a cabo una faena inspirada llenando los ruedos con mi arte.

Pla Ventura