Las circunstancias de su salud ya permitían que ‘El Mago’ pudiera recibir visitas con toda normalidad. Claro que, como él pensaba, ¿quién vendría a verlo en un país extraño? Lo visitó el empresario porque entendía que él era negocio para sus plazas pero, por afecto, apenas nadie. Sin embargo, en este día, él recibiría una visita muy especial.

–Señor Martín –dijo una enfermera–, hay una señorita que pregunta por usted; dice llamarse Judith Bergman y desea saludarlo.

–¿Judith Bergman? No la conozco de nada, pero dígale que me espere; que ahora bajo yo hasta la entrada –contestó Rodolfo.

La humildad del diestro, su deseo por el anonimato, es algo que le acompañó siempre en su vida. No alcanzaba a comprender que una mujer pudiera visitarlo. ¿Para qué? Se preguntaba en su interior. Ya en la entrada del hospital, sentada en una butaca, divisó a una bellísima mujer que, por estar sola, Rodolfo entendió que debía ser ella. La mujer, al verlo, se levantó y acercándosele, le dijo:

–¡Es usted ‘El Mago’! –exclamó maravillada–. Hola maestro, soy Judith Bergman, cantante colombiana, ¿me conoce? –le dijo la muchacha tendiéndole la mano.

–No, señorita, lamentablemente no tengo el gusto –dijo ‘El Mago’ tomándole la mano–; vengo de otro país, y al respecto de los cantantes no estoy muy al tanto en la materia. ¿Qué desea? Se lo pregunto porque se me hace muy raro que usted haya reparado en mi persona, sin ser periodista. ¿O acaso es usted reportera y se hace pasar por cantante?

–No amigo, está usted equivocado; yo no vengo a visitarle por ser usted el sobreviviente que todos quieren conocer; vengo a verlo para brindarle mi admiración y mi cariño. Soy muy aficionada a los toros; era muy amiga de Luis Arango y, repito, he venido para saludar al Mago.

–Rodolfo –continuó diciendo ella–, usted será pasto de los medios cuando salga de este centro, pero a mí, el que me interesa, es usted como artista. Todos los medios de comunicación certificaron que usted acompañaba a Arango y que, junto a una muchacha, fueron ustedes los únicos sobrevivientes de la tragedia. ¿Cómo no iba entonces a venir siquiera a verlo?

–¡Cuánta alegría me está usted brindando chamaquita! ¡Y yo creía que acá no me conocía nadie! Tampoco soy tan famoso; tengo mi público sí, allá en México, pero me deja usted perplejo al ver que, al menos una persona, en este caso una linda mujer como usted, sea capaz de que hablemos de toros; o quizá, mejor aún, digamos que del arte en su más viva expresión. ¿Y dice usted que es cantante? Perdóneme, pero no la he escuchado jamás. ¿Qué canta usted?

–Canción romántica; hasta un día me atreví con las rancheras de ustedes; le digo que, en mi repertorio tengo muchas canciones de José Alfredo Jiménez. Pero, ¡fíjese!, nos hemos puesto a conversar y no le he preguntado por su salud todavía. ¡Perdone mi descortesía!

–¿Y cómo se encuentra usted? –prosiguió diciendo la muchacha.

–Creo que bien, chamaquita. Voy superando las heridas y el horror de ese accidente. Sepa usted que lamento profundamente no haber sido yo el que quedó allí, en lugar de nuestro mutuo amigo Luis. Pero no fui yo el que decidió y así todo, pese a este tremendo dolor del alma que siento, le estoy agradecido de estar vivo al Altísimo. Nada me gusta más que vivir y nada me hubiera gustado morir ahí. No le tengo miedo a la muerte, pero soy torero, y si tengo que morir repentinamente, que sea en una plaza de toros ante los cuernos de algún bruto animal que sepa embestir con casta y no en un estúpido accidente de aviación como ese, que hasta el día de hoy no entiendo. Lo pienso y … Judith le interrumpe, no le deja terminar la frase.

–Deje eso ya, maestro. Todo está como Dios lo dispuso. Y Él sabrá por qué lo quiso así. Luis era un gran hombre y un buen amigo, y así lo recordaremos siempre.

Rodolfo bajó la cabeza y se tomó el entrecejo con la mano derecha, apretándolo fuerte como para evitar romper en llanto. Al notar esto, la muchacha, que también se había puesto triste, le salió al cruce con otro tema, segura de cambiar el ángulo que había tomado la conversación.

–Oiga, maestro, como quiera que me desenvuelvo en el mundo de la farándula, he podido saber que le han ofrecido a usted la posibilidad de torear, de momento, dos corridas en nuestro país. ¿Es cierto eso?

Rodolfo, levantó la cara y con la vista aún nublada, le puso ánimo al diálogo y exclamó:

–¡Sabe usted más cosas mías que yo mismo! Sí, es cierto que me han ofrecido la posibilidad de torear para ustedes, y en cuanto se me cure del todo la pierna, me pongo a entrenar.

Rodolfo miró el reloj, colgado en la pared detrás del mostrador de las recepcionistas y al ver la hora –ya era casi mediodía–, le dijo a su interlocutora:

–Con mucho gusto la invitaría a almorzar juntos pero, aquí me tiene usted enclaustrado y, lo que es peor, sin dinero.

–No sufra, Rodolfo –dijo la chica–, tendremos mucho tiempo para conocernos si usted se queda una temporada en Colombia. Y, artísticamente, le aseguro que sé todo de usted; aquella huelga de hambre que usted protagonizó para que le dieran la oportunidad de volver a torear en La México; las veces que ha sido usted internado por culpa de esa droga inmunda llamada alcohol; las faenas tan sublimes que usted ha logrado; el amor que usted le profesa a su señora madre… Podría darle miles de detalles más, pero para hoy creo que son suficientes; tengo pruebas, como ha visto, para saber de qué hablo y con quién converso. Por cierto, le dejo cuatrocientos dólares para que usted ‘sobreviva’ –y al decir esto le hizo un gesto de encodillado con las manos, denotando la ironía de la palabra que empleó y le sonrío–, hasta tanto pueda torear y ponerse rico junto a nosotros.

–¡De ninguna manera, señorita! Mi dignidad me impide aceptar su regalo; es cuestión de caballeros. No sufra, que cuando salga del hospital si hace falta pido; lo hice muchas veces y para eso tengo una gracia especial. Pasé apuros en mi vida, pero jamás me faltó el pan. Procuré ganarlo siempre; pero si hay que pedir, con dignidad, se pide y punto. ¿Cómo ha dicho usted que se llama? ¡Ah, sí, Judith, casi lo había olvidado! Tiene usted un nombre peculiar. ¡Y es usted muy guapa! ¿Sabía?

–Sí, maestro, también me contaron de sus dotes como seductor, y ahora me lo está usted certificando; pero eso es hermoso. ¿A qué mujer puede disgustarle que le digan guapa? Y yo, no soy una excepción. Me marcho, pero le aseguro que pronto nos volveremos a ver. Me voy contenta, muy feliz; he visto cómo se ha recuperado usted y esa dicha es muy grande para mí. ¿Me permite que lo abrace?

Judith abrazó al maestro al tiempo que sus miradas se cruzaron, cálidas pero penetrantes, de uno para el otro. Y se despidieron. ‘El Mago’ se quedó también muy feliz. Una bella mujer sabía de su vida, había acudido a verlo en calidad de artista y su satisfacción no podía ser más grande. El temor de Rodolfo no era otro que, al salir del hospital, verse rodeado de todos los medios informativos del mundo. Sobrevivió, ¿y qué?, se decía para sus adentros. ¿Tiene mérito alguno a nivel personal? ¡Ninguno!

Y aquí nace la aprensión del diestro para encontrarse con todos aquellos reporteros que lo estarían esperando. Y, naturalmente, nadie para preguntarle por su arte, sólo para preguntarle por todo aquello que pasó por haber sobrevivido. ‘El Mago’, luego que la muchacha se marchó, volvió a su habitación y ahí se quedó haciendo planes para abandonar el hospital cuanto antes. Claro que, bien mirado, ¿adónde podría dirigirse si no tenía dinero? Tenía el teléfono del secretario privado del presidente colombiano y, si las circunstancias se ponían muy negras, esa mano amiga no era cuestión de desperdiciarla. Salir de ese hospital para hacer una vida normal, ésa era la meta, sí señor.

Es cierto que para estar en la calle hacía falta dinero, para entrenarse en su profesión, una fortuna, para estar en un hotel; para todo era necesaria la plata, más en un país extraño como él estaba. «Dios dirá», pensó, y aferrado a la misericordia divina siguió dirigiendo sus pensamientos.

Pla Ventura