Tras el brindis a su amadita, Luis sabía la responsabilidad que adquiría; primero ante los aficionados que le vitorearon de salida, acto seguido por haber cosechado en dicha feria un triunfo de clamor y, sin duda alguna, porque le brindaba su faena a la muchachita que tanto amaba. Arango se marchó al centro del ruedo para citar al toro desde muy lejos. La idea no era otra que darle el pase cambiado por la espalda, es decir, que arrancara el toro desde lejos y cuando ya lo tenía casi en su jurisdicción cambiarle la trayectoria sacándose la muleta por detrás, inversamente por donde se la enseñaba. Consumado el pase, la plaza era un clamor.

Se había palpado en el ambiente la dosis de valor del muchacho y el gentío estaba entusiasmado. Luz procuraba mantenerse fría, es decir, tragarse el miedo que estaba sintiendo por su amado. Sin embargo, el pase citado la hizo levantarse del asiento, más que por admiración por el miedo que sintió por Luis. El diestro estaba llevando a cabo una de sus grandes faenas. Él era consciente de todo lo que se jugaba porque, sus compañeros españoles, previamente, habían tenido un gran triunfo y el caleño no podía quedarse atrás. El vallecaucano embarcaba al toro una y otra vez, allí se palpaba la emoción, el riesgo, el desprecio que Luis mostraba por su vida. Derechazos y naturales los mostró con una pasión inusitada, faena de riesgo, valiente como nadie y, a su vez, dicha faena aderezada con una técnica envidiable. La plaza era un clamor, mientras todo el gentío lo ovacionaba a Luz se le salía el corazón del pecho, ahora era consciente de que el hombre al que amaba se estaba jugando la vida de verdad. Tras unos arabescos finales, Luis montó la espada y, en ese instante, la plaza entera estaba pidiendo los máximos trofeos para el diestro. Se perfiló muy de cerca y, por nada del mundo quería que se le escapara el triunfo.

Se entregó por completo en la suerte suprema y la espada quedó enterrada en lo alto del morrillo del toro con la mala fortuna de que, en dicho envite, el toro prendía a Luis por la ingle. El toro rodó por la arena muerto por la fulminante estocada del diestro mientras que Luis quedaba inerte en el ruedo. Todo transcurrió muy rápido apenas hubo tiempo para nada. No podía haber un capote salvador que le hiciera el quite porque Luis cayó herido en el preciso momento en que entraba a matar. Los compañeros lo auxiliaron. Sangraba a borbotones. Su cuerpo estaba inconsciente. Estaba perdiendo mucha sangre y en sus ojos llevaba escrita una cornada fortísima. Un banderillero taponó la herida con sus manos; el reguero de sangre que iban dejando era dantesco.

Luz cayó desmayada. Los servicios sanitarios de la plaza tuvieron que atenderle, para ella, ver herido a Luis supuso un trauma enorme. Jamás lo hubiera sospechado aunque podía preverlo porque ella sabía, mejor que nadie, de las tremendas cicatrices del diestro. Sin embargo, la impresión que sintió la muchacha la derrotó por completo, al igual que Luis, estaba sin sentido, de muy distinta manera pero ambos habían perdido la noción del tiempo. Juntos, como si de un presagio se tratase, comparecieron en la enfermería Luis con una cornada muy grande y, Luz, con una lipotimia. A ella la atendieron los servicios de la Cruz Roja mientras que al diestro lo operaban con urgencia. Para fortuna de Arango allí se encontraba, como en todas las tardes de la feria, el afamado cirujano doctor Vallejo Danda que, en ocasiones anteriores había atendido a Luis Arango.

La cornada era tremenda, el pitón del toro había seccionado las arterias safena y femoral en el mismo triángulo de Scarpa. Por momentos se desangraba el diestro, varias transfusiones se le practicaron durante la intervención. Dos horas estuvo el doctor Vallejo curando y operando al diestro. El pronóstico era gravísimo pero, a Dios gracias, el doctor había salvado la vida del torero colombiano. Sin duda alguna, la peor cornada que había sufrido el diestro en toda su carrera.

Tras la intervención se le trasladó a un hospital cercano y se lo internó en la unidad de cuidados intensivos. Los aficionados habían quedado consternados y, pese a la cornada, el juez de plaza concedió a Luis Arango los máximos trofeos: orejas y rabo que certificaban el premio para la gran faena. Dichos trofeos fueron paseados por el ruedo por la cuadrilla del diestro que, inconsciente en dicho momento del éxito, estaba siendo operado en la mima plaza. Por la megafonía de la plaza se había informado del parte facultativo y los aficionados estaban afligidos.

Tras reponerse de su lipotimia, Luz quedo esperando en la puerta de la enfermería y, las dos horas de la intervención del diestro le parecieron dos siglos. Es más, en dicho tiempo no le dieron noticia alguna y el desasosiego era presa en su persona. Una tremenda angustia la estaba matando; hasta llegó a pensar en lo peor. No es menos cierto que, todo el tiempo de espera lo empleó rezando como nunca; sí, rezando, pidiéndole a Dios que salvara la vida del hombre que amaba. Al final, se abrió la puerta y las fuerzas del orden público retiraron de la misma a todos los curiosos que estaban esperando noticias del diestro al que se llevaron al hospital mientras que, el doctor Vallejo entregaba el parte facultativo a todos los medios informativos.

El apoderado del diestro al ver a Luz desolada la subió en su auto y juntos partieron hacia el hospital. El hombre estaba como extrañado porque no suponía que la muchacha estuviera presente en dicha corrida. Todos tenían la cara desencajada; el golpe había sido inmenso. Pero, de momento, estaban satisfechos de que el diestro hubiera salvado la vida que, en definitiva, era lo más importante. A partir de la operación, sería el designio de Dios el que realmente decidiría. Muy pronto estaban los acompañantes del diestro en el hospital. No podían hablar con él porque estaba inconsciente además de estar internado en vigilancia intensiva. Luz lloraba desconsolada. Mientras ella sollozaba en la sala de espera, de pronto apareció el doctor Vallejo Danda que, como se sabe, había intervenido con éxito al diestro en la enfermería de la plaza.

El doctor, sabedor de la gravedad de la herida quería pasar la noche cerca del diestro, no podía marchase a casa sabiendo que la herida era inmensa y, además, muy grave. Quería conocer la evolución de la misma y, por dicha razón, en un gesto de auténtico profesional, sacrificó su noche para pasarla junto al diestro. La muchachita, nerviosa y preocupada se acercó al doctor para preguntarle:

–¿Cómo está Luis, doctor?

–Mire, señorita, la cornada ha sido muy fuerte; el pitón ha destrozado vasos y arterías muy importantes: sin duda alguna, es la cornada más grave que he intervenido en todos mis años de cirujano. El diestro ha perdido mucha sangre. Como usted sabe, el parte facultativo que he emitido revela toda la gravedad de dicha cornada pero debemos de confiar en la Providencia. Debido a la gravedad de la que le hablo, he decidido que lo dejaran en la unidad de cuidados intensivos ya que estará mucho más atendido y, cualquier incidencia, la podremos abordar enseguida. Yo he preferido quedarme cerca del diestro; lo conozco desde siempre, gozo de su amistad, cariño y respeto y, como amigo antes que como cirujano, por ello me quedo. Tienen que pasar treinta y seis horas para que yo pueda emitir un parte más tranquilizador; por el momento, como le digo, su estado es gravísimo. Yo hice lo que debía, usted debe rezar. Confiemos en Dios, señorita; nosotros, la ciencia, hemos hecho cuanto estaba a nuestro alcance. Tras la explicación del doctor, Luz, consternada se abrazó al doctor:

–¡Sálvelo, doctor; sálvelo por el amor de Dios! Si muere Luis se acaba mi vida.

–Mantengamos la calma, señorita –dijo el doctor Vallejo–. Vuelvo a repetirle, yo confío mucho en la Providencia. La cornada, era para que lo hubieran entrado muerto a la enfermería y, como llegó con vida, confío que las transfusiones de sangre no sean rechazadas, que sus arterias vayan restableciéndose y que, como le dije, que Dios se apiade de él y de nosotros. Ahora, por favor, márchese a su casa; aquí nada puede hacer. Como usted adivina, yo soy el único que puede entrar para atender a Luis. Váyase a su casa y descanse. Sigamos rezando y, una vez más vuelvo a repetirle, confiemos en la Providencia.

Luz salió del hospital destrozada; apenas daba crédito a todo lo que le estaba sucediendo. Era como una película siniestra la que estaba pasando por su mente. Se sentía arrepentida por haber acudido al espectáculo. En su fuero interno, hasta se culpaba de haber sido ella la responsable de la cornada de su amado porque, quizá ella pudo ser la causa de la distracción de Luis para caer herido.

Eran todas figuraciones, sentimientos encontrados en su mente que, de alguna manera, la estaban atormentando. Todo eran conjeturas en su mente sin que pudiera encontrar consuelo para su alma. Luz tenía la cara desencajada y su dolor no era otro que el seguir pensando en su amado y, a su vez, en lo que diría al llegar a casa. Su madre, sin ninguna duda, notaría su tristeza infinita. Doña Liliana no sabía de los amoríos de su hija con el diestro y la muchacha, de una vez por todas, tenía que contárselo a su madre. Era ya muy tarde y, cuando entró en la casa su madre no dudó en preguntarle:

–¿Cómo vienes tan tarde, mi hijita? –Vengo del hospital, madre.

–¿Del hospital? ¿Quién está enfermo, hija? ¡Tienes la cara desencajada! ¿Qué ocurre, Luz querida?

–Se trata de un amigo que está enfermo y he estado allí para visitarle. No te preocupes que todo está bien. Luz quería tranquilizar a su madre, porque para intranquilidad ya tenía ella suficiente, en su alma y en su cuerpo. La chica estaba haciendo un esfuerzo tremendo por mantener la compostura. Aunque su rostro la delataba. La muchacha intentaba, por todos los medios, aparentar esa tranquilidad que su alma no tenía.

Pla Ventura