La noche se hizo eterna para Luz. No podía conciliar el sueño. Dormir, naturalmente, era una quimera. El pensamiento de la muchacha estaba junto al corazón de Luis. Ella sabía de la gravedad de la cornada que él había recibido y el dolor del torero era la amargura para ella. Se levantó muchas veces en tan horrible noche; jamás una noche había sido tan larga. Luz sentía dolor en su alma al saber que Luis Arango tenía el cuerpo lacerado; más su dolor profundo no era otro que ser consciente que la vida del torero corría mucho peligro. La conversación que la chica había tenido con el doctor la esperanzaba un poco pero nada estaba claro. El pronóstico gravísimo seguía siendo el mismo.

Ella no podía curar la herida de su amado, razón evidente para que su dolor del alma fuera en aumento, era la impotencia por no poder socorrerlo; todo un drama para Luz que se pasó la noche rezando por él. Era ya de madrugada cuando doña Liliana oyó los movimientos de su hija por el apartamento, no era normal lo que estaba pasando y la señora se levantó y vio a su hija sentada en el salón.

–¿Qué ocurre, hijita? –le preguntó la madre.

–Mira, mamá, tengo que confesarte algo. Ayer cayó herido en la plaza de toros Luis Arango, el torero al que fuimos a ver hace unos días, precisamente el día que tú me invitaste por primera vez a los toros.

Doña Liliana la miró expectante a la par que escudriñaba el rostro de su hija y preguntó;

–¿A qué confesión te refieres, hijita?

–Estuve ayer en los toros porque me había invitado el diestro, ¿sabes?

–¿A ti te invitó a los toros el famoso diestro Luis Arango? No puedo creerlo. Es broma lo que me estás contando, hija mía; ¿cómo crees tú que Arango podría reparar en tu humilde persona cuando él es un hombre muy famoso y admirado, mientras que tú solo eres la honrada empleada del hotel?

–Sí, mamá. Es cierto. Como tú sospechas, Luis Arango se hospeda en el Sheraton y allí le conocí. Es un chico muy amable; simpático, educado, correcto, todo un caballero, mamá. ¡Somos novios!

–Pero… ¡hija mía! ¿Es cierto esto que me dices? –Sí, mamá. Es cierto. Ha sido todo muy rápido. Nos conocimos y, de repente, Luis me declaró su amor. Soy la mujer más feliz del mundo con él. ¿Comprendes ahora mi dolor?

–¡Cómo no voy a comprenderlo, hija de mi vida! Ahora lo entiendo todo. Tú cara de días pasados y tu cara de ahora. Dijeron anoche, en los noticieros que Arango estaba gravísimo tras su cogida de ayer pero lo que yo jamás hubiera imaginado es que tú fueras testigo presencial de dicha cogida y mucho menos, como me estás contando, que fueras la mujer de su vida. Me siento muy feliz por esta última noticia, a pesar de la gravedad de la situación de salud por la que está pasando este chico. Ahora, si no fuera por esto, la que acabas de darme es la noticia más hermosa que jamás podrías contarme y no es otra que estés enamorada.

Doña Liliana abrazó a su hija y trató de consolarla. Tras su confesión, muy pronto entendió la madre todo el dolor que su hija estaba sintiendo. Es más, como quiera que vio las imágenes de la cogida por televisión, doña Liliana en aquel momento se angustió. Claro que, ahora, su angustia era aún mayor al saber todos los detalles de cuanto su hija le iba contando.

–La madre preguntó: ¿Supiste alguna noticia concreta más tras el percance?

–Sí, madre; cuando estuve en el hospital hablé con el doctor Vallejo que fue quien lo intervino en la plaza y luego lo siguió atendiendo allí donde lo ingresaron. El doctor me dijo que la herida era tremenda, de esas cogidas de las que mueren los toreros en el acto, pero que Dios estuvo generoso y permitió que Luis entrara con vida a la enfermería y su pericia como cirujano, de momento, logró salvarle la vida. El pronóstico es gravísimo pero, como me dijo el doctor, hay que esperar treinta y seis horas para emitir un nuevo parte facultativo y confiar plenamente en Dios.

–¡Mamá! –prosiguió Luz–, si Luis muere… ¡me muero!

–¡Por Dios, hijita… no digas eso! Tengamos fe que el muchacho seguro que supera este trance tan difícil. Es joven y fuerte y, como una vez dijo en televisión, tiene el cuerpo lleno de cornadas y la de ayer pasará a ser una más. Un trofeo más que él podrá esgrimir ante los aficionados y, por supuesto, ante los críticos que quieran poner en tela de juicio su arte y su entrega.

Las confesiones de Luz ante su madre y la reflexión que ésta le hizo, de momento, tranquilizaban a la muchacha. Dios no puede desampararnos, pensaba en su interior. Ambas, madre e hija, rezaron una oración por la recuperación del diestro. Era ya la hora de marcharse y Luz se despidió de su madre con un fuerte abrazo. Tenía que ir al trabajo pero su corazón estaba pendiente de las noticias que pudiera recibir al respecto del estado de salud de su amado. Ella sabía que, una vez en el hotel, todos le preguntarían por él. Llegó al trabajo y una vez que entró en el Sheraton, como si de una casualidad se tratase, se encontró con el gerente que estaba en el hall.

–¡Buenos días señorita Luz! ¿Cómo está el diestro, señorita? ¿Sabe usted algo más de su delicada situación? ¿Presenció usted la cornada, cierto? –le preguntó en seguida, el gerente.

–Sí, señor. Presencié la cornada porque estuve ahí, viendo la corrida y me llevé el peor disgusto de mi vida al ver su cogida en vivo y en directo, algo verdaderamente terrible y dramático. Por poco se me sale el corazón del pecho cuando vi cómo sangraba su herida. Hasta me desmayé. Fui a visitarlo al hospital donde lo ingresaron y el cirujano que lo operó me explicó todos los pormenores y gravedad de la herida, la más grave posible –dijo–, que él como médico había tratado, hasta el momento. Pero a Dios gracias, como quiera que Luis entró con vida en la enfermería, el doctor pudo ayudarlo. Ahora, sólo resta esperar y que Dios acompañe en su pronta recuperación.

Y ya que estamos conversando, si usted me lo permite, en la tarde me gustaría poder ir hasta el hospital para visitarlo.

–Por supuesto. Hable usted con la jefa de personal y póngase de acuerdo con ella para concretar la hora en que pueda usted marcharse. De mi parte no hay problema alguno y cuenta usted con mi autorización.

Eran las cinco de la tarde cuando Luz pudo partir para el hospital. Una vez allí le indicaron que el diestro seguía en cuidados intensivos. La enfermera de la planta en que estaba el diestro accedió para que Luz pudiera estar diez minutos con el torero herido. Tenía que verle por un cristal porque no tenía acceso al interior de la habitación; casualmente la muchacha se encontró de nuevo con el doctor Vallejo que, intranquilo, había acudido de nuevo para comprobar el estado del diestro.

–¿Cómo está Luis, doctor? –le volvió a preguntar ella.

–He revisado la herida y la evolución veo que es normal. Todo marcha muy bien; sus constantes vitales están respondiendo a la perfección y, aunque no han transcurrido las treinta y seis hora de cautela que le decía, hasta me atrevo a darle un pronóstico mucho más favorable; ya que si toda va bien, dentro de veinte días máximo, veremos a Luis toreando nuevamente en Bogotá.

A Luz se le iluminó el rostro. Su sonrisa volvió a nacer. Sus ojos denotaban una alegría inmensa, aunque todavía era pronto para cantar victoria, los presagios eran esperanzadores.

–¿Puedo verlo ahora, doctor? –preguntó Luz.

–Sí. Aunque no podrás hablar con él, lo podrás ver por los cristales. Está consciente, y seguro que se alegrará de verla. Quizá suponga para él una gran emoción el hecho de verla pero, en definitiva, creo que lo beneficiará, eso seguro.

Acompañada por el doctor llegó Luz hasta la habitación en que estaba postrado Luis; su aspecto era desolador, sondas por todos los lados, drenajes y su rostro blanquecino. Había perdido mucha sangre y ese era el motivo de su aspecto. Se acercó Luz tras el cristal a la altura del diestro y, cuando éste la vio, sus ojos se iluminaron por completo. Un leve gesto con la cabeza era el síntoma de la dicha que el diestro estaba sintiendo al ver sonreír a Luz tras el cristal. Ella le hacía gestos con las manos que, por supuesto, el diestro entendía de maravilla. Los ojos del diestro se iluminaron por completo. Primero al ver a su amadita muy cerca de su persona y, porque previamente, había tenido una conversación con el doctor Vallejo quien le certificaba que su vida estaba fuera de peligro.

Más que conversación propiamente dicha, fue un monólogo que el doctor le expuso. Luis apenas podía hablar. La evolución de la herida iba bien, digamos que estaba siguiendo su curso normal pero todavía faltaban días para que Arango se recuperara del todo. Habían transcurrido los diez minutos que le habían concedido a la muchacha y, al marcharse, le mandó un beso con su mano. Luis, al ver que la muchacha se iba, se quedó bastante triste aunque esperanzado por las palabras que el doctor le había dicho. Ambos, con sus miradas, pronunciaron el más bello lenguaje de amor.

Posiblemente, Luis Arango, con la visita de su amadita, se recuperaría más rápido porque la misma sirvió como la mejor de las medicinas. Si la curación que esa emoción le produjo se pudiera medir con toda seguridad el diestro tuvo, en esos breves minutos, la mejor de las recuperaciones sencillamente porque la mujer que lo amaba le entrega todo su amor, y es sabido que el amor es la mejor medicina para el alma y también para el cuerpo.

Habían transcurrido tan solo veinticuatro horas para que Luz recuperara de nuevo la ilusión. Ya tenía la certeza de que la vida de Luis no corría peligro; podían surgir complicaciones pero confiaba en las sabias manos del doctor Vallejo que, por gracia de Dios, habían obrado el milagro de salvarlo. Desde luego, sus oraciones y las de los amigos del diestro que, sin lugar a dudas, Dios había escuchado y hecho realidad. La frase del doctor:

«Dentro de veinte días toreará nuevamente en Bogotá», dejó esperanzada a Luz y la ilusión volvió a renacer en el alma de la joven muchacha.

Pla Ventura