Habían pasado los días y Luis Arango se había restablecido por completo. Faltaban dos días para su cita en Bogotá, en la plaza de toros Santa María de la ciudad andina. El diestro había reservado dos habitaciones en el hotel más céntrico de la capital de Colombia. Arango quería tener su privacidad junto a su cuadrilla y este hecho era el detonante de que hubiera alquilado otra habitación para su amadita. El torero vallecaucano y su cuadrilla, junto a su amorcito, volaron todos juntos hacia Bogotá. La ilusión les desbordaba a todos, el diestro por comprobar que podía reaparecer, su cornada estaba totalmente curada, y su cuerpo hasta le pedía volver a saborear la adrenalina del peligro.
Su cuadrilla, junto a su apoderado, estaban pletóricos porque barruntaban que Arango, en Bogotá, se alzaría con un triunfo de apoteosis. Y su novia, Luz, sonreía al verles a todos tan contentos. Ya estaban todos instalados en el lujoso hotel y, al día siguiente, tendría lugar la cita esperada, esa corrida tan importante para el diestro en la que confirmaría, además de su alternativa, la expectativa tan grande que había creado ante la inclusión de su persona en tan celebrado cartel de toreros. Todo hacía presagiar un triunfo grande, se había cuidado el detalle con todo esmero. Para que no faltara de nada, los toros serían de la ganadería del Espíritu Santo, toros propiedad del maestro César Rincón. No cabía el menor resquicio para la duda ante lo que se presagiaba como un éxito de clamor.
La ilusión los desbordaba a todos. Tras el almuerzo, se sentaron todos en los salones del hotel, justamente el lugar contiguo a la cafetería. Allí estaban platicando el diestro y su novia cuando, en aquel momento, apareció una señora con un niño en sus brazos. Apenas nadie reparó en la muchacha. Era joven esbelta, y el hecho de que llevara el niño de pañales en sus brazos, al verla, todos sintieron mucha ternura por el pequeño pero, ¿quién era?, ¿qué hacía allí? Ella miró en derredor y cuando divisó a Luis gritó:
–¡Luis, Luis, Luis!
Arango se dio vuelta. Pero no pensó que lo llamaba a él. Es más, hasta creyó que la muchacha que gritaba se dirigía a otro Luis que pudiera haber en aquel salón. Sin embargo, su sorpresa resultó mayúscula cuando comprobó que la muchacha se diría hacia él con paso firme y mirada desafiante.
–¿No me conoces? –le preguntó la chica.
–No, no tengo el gusto de conocerla señora –dijo el diestro. La muchacha tenía una mirada penetrante, estaba enfurecida y, por poco, en sus ademanes hasta casi le tira el niño a sus brazos. Luis quedó estupefacto y se le heló la sangre. Luz no acertaba a comprender nada de lo que estaba pasando. Pero estaba muy claro que la situación era complicadísima. La tensión que allí se estaba viviendo era intensa. En pocos instantes se formó una densidad en el ambiente que, hasta se podía cortar con un cuchillo.
–¡Soy Lucía, cabrón! –gritó la señora–. Y encima me niegas y dices no conocerme, mal nacido. ¡Soy la madre de tu hijo! Sí, de este niño que llevo en brazos que no tiene la culpa de tener un padre tan deleznable como eres tú. ¿O acaso piensas que todo aquel que, como tú, abandona a su novia y a su hijo no comete un delito? ¡Hace un año te hartaste de follar conmigo y ahora dices que no me conoces; incluso hasta reniegas de tu hijo! ¡En qué mala hora viniste al mundo, torero indecente! He leído en los diarios tu fama, tu éxito, tus conquistas, pero olvidaste tu condición de padre. Ya te lo dije hace unas fechas y no me quisiste escuchar, hasta me dijiste que el padre sería otro. ¡Mira al niño, cabrón, míralo! Este es el pago que me diste; me hiciste un niño y luego te alejas de mí.
Y pensar que me confesabas tu amor eterno… ¡Hijo de puta! Todos los famosos sois igual de ruines. Vuestra vida se basa en el engaño y en la destrucción de cuantos seres humanos encontráis en vuestro camino. ¡Yo soy una prueba de cuanto te digo! Me abandonaste porque soy pobre, pero en la cama me confesabas que era muy buena, según tú, la mejor de todas cuantas engañaste, ¿verdad? Todo eran mentiras. Eres ruin, apestoso, malo con ganas. ¡Te odio, Luis, te odio con todas mis fuerzas! Si pensabas que no daría contigo estabas equivocado. La vida es justa y, ya viste, al final me ha dado la oportunidad de despreciarte en público. Por cierto, esta señorita que te acompaña no será tu novia, ¿verdad? ¡Pobrecita! Si lo es, no sabe el calvario que le espera. Lucía estaba enloquecida por completo.
Los gritos eran ensordecedores. Todo el mundo los miraba. Nadie comprendía bien qué estaba sucediendo. La situación era dramática. Y nadie articulaba palabra. Lucía llevaba la voz cantante y sus palabras en principio, hasta delataban razón porque, cualquiera de los presentes ante la forma de lo dicho, podría pensar que la muchacha estaba diciendo la verdad. Todo era muy complicado y nadie se animaba a decir nada. Mientras tanto Lucía seguía con su discurso.
–Y usted, señorita –dirigiéndose a Luz–, si es la novia de este maligno ser, que no le pase nada. Puede mirarme a mí y, de tal modo, comprenderá mis palabras. Este niño que llevo en brazos es el fruto del amor que este hijo de puta me profesó, ¿comprende usted?
Luz se había quedado como sin sangre en las venas, no acertaba a pronunciar ni una sola palabra. Quería decir muchas cosas, pero la situación la había desbordado. Aterrada y confundida como estaba, en aquel momento, hubiera querido que la tierra se la hubiese tragado. Era todo tan confuso. Es verdad que las afirmaciones de Lucía sonaban claras, pero la situación dejaba a todos petrificados.
Ella seguía gritando, afirmando y difamando contra todos y, de forma concreta, contra el diestro que, según ella, la había engañado.
–Hace pocas fechas pude saber –dirigiéndose al diestro espetaba Lucía–, que te salvaste de la cornada que un toro te infirió en Cali, te escapaste, pero te juro que le pido a Dios que mañana, aquí, te mate un toro. No mereces vivir. Los tipos como tú deben de estar enterrados. Forjaste en mí todas las ilusiones posibles, hasta me hiciste creer que formaríamos un hogar. Y aquí me tienes, madre soltera por tu maldita culpa. Para los míos, así debes de saberlo, soy la puta con la que gozaba el diestro Luis Arango. ¡Vamos a ver! ¿Qué soy para ti en realidad? ¡Dímelo, cabrón, dímelo! Me hiciste mucho daño y espero que la vida te pague con la misma moneda con la que tú me pagaste. ¿Pensabas que no te encontraría, verdad? ¡Aquí me tienes! Que sepan todas estas personas la clase de basura humana que eres y lo peor de todo es que todos piensan que eres una persona respetable. Pero para mí eres la peor sanguijuela que pudiera haberme encontrado en mi camino. Sí, Luis, ese camino que me dijiste un día que recorreríamos juntos, y ya ves, este el pago que me diste: un niño sin padre.
Luis estaba desolado. Quería defenderse de aquel ataque furibundo y la expresión de su cara denotaba su inocencia. No daba crédito a todo lo que le estaba viviendo. Quería hablar pero, no acertaba a pronunciar ni una sola frase coherente. Y era lógico porque todos se habían quedado sin habla. La presencia de aquella mujer desbarató todos los planes del diestro para esa noche, de su cuadrilla y, por supuesto, de su amadita que, atónita, contemplaba aquel espectáculo infame.
Ella lo miraba con expectación, es decir, Luz quería ver la reacción del diestro que no podía ni hablar; enmudecido había quedado por todo lo que estaba viviendo. Mucha confusión reinaba en aquel lugar. Así es el destino de cruel y caprichoso, lo que hacía muy pocos instantes atrás era toda felicidad, instantes más tarde se tornó todo violento, absurdo, surrealista e incontable. Nadie reaccionó. No podían hacerlo. Tanto su apoderado como los miembros de su cuadrilla estaban atónitos; quedaron descolocados ante lo que estaban viviendo. ¿De dónde ha salido esta muchacha? Se preguntaban todos, de forma muy concreta el propio diestro.
Claro que la llamada Lucía no tenía intención de abandonar el control de la situación y continuaba con sus reclamos al famoso diestro Luis Arango.
–¿Te acuerdas –preguntaba Lucía al diestro– cuando me decías que era la mejor amante del mundo? ¡Seguro que lo recuerdas! Sí, yo era muy buena en la cama y ése era tu único deseo, que te satisficiera por completo para abandonarme como lo hiciste. ¡Ruin, traidor, mal nacido, hijo de mil padres! Ese eres tú. Te odio con todas mis fuerzas. Jamás me atreví a desearle el mal a nadie pero, en tu caso, le pido a Dios… ¡sí!, que mañana te mate un toro como te dije antes, es más, rezaré con fervor para que esto ocurra, cabrón.
En el ambiente había un silencio sepulcral. Luis quería detener esa avalancha de improperios e improcedencias pero la mujer no daba tregua.
Pla Ventura