La gerencia del hotel, siendo la primera hora del día señalado para Luis Arango en la capital colombiana, decidió informar al diestro de todas las pesquisas que habían realizado los servicios privados de seguridad del centro hotelero al respecto del incidente que el día anterior había sufrido. Es cierto que tales acontecimientos habían roto el alma de Arango y, por supuesto, la de su amadita que, por un momento, hasta llegó a pensar que Luis la había engañado sobre su forma de ser.

Tanto el diestro como su novia, en realidad, apenas pudieron conciliar el sueño. Prácticamente no durmieron nada. Era mucho el dolor que sentían, el diestro por la impotencia de no poder demostrar su inocencia en el acto, y su amadita por la incertidumbre de que Luis la hubiese engañado y no fuese ese ser adorable con el que se mostraba y del que ella se había enamorado irremediablemente. Sonó el teléfono en la habitación del diestro.

–¿Señor Arango? –Se escuchó al otro lado del cable–. Soy Germán Castro, el gerente del hotel. ¿Puede usted bajar a mi despacho o, si lo prefiere, subo yo a su habitación? Se trata de explicarle con detalle los resultados de las averiguaciones que hemos hecho al respecto de los lamentables sucesos de ayer. De ser posible y si a usted le parece oportuno, me gustaría informarle detalladamente los resultados de la investigación y también sería oportuno, si así usted lo decide, que lo acompañe la señorita que esta con usted que, según me han dicho, es su prometida.

–Sí, por supuesto. Bajo yo ahora mismo a verlo –dijo Luis. El diestro estaba esperanzado en lo que fuese a decirle el gerente. No hubiera imaginado que tan solo en el transcurso de la noche, los servicios de vigilancia del hotel hubiera podido aclarar lo que hacía pocas horas parecía una pesadilla. El tono de voz del gerente, le hacía presagiar que todo se había resuelto de manera satisfactoria, al menos, esa era la impresión que Arango tuvo al oír a dicho señor. Llega Arango al despacho del señor Germán Castro y golpea sobre el marco de la puerta que estaba abierta, esperándolo, cuando éste comprueba que se trata del famoso diestro inmediatamente lo invita a pasar, diciendo:

–Pase, maestro, está usted en su casa –afirmó el señor Castro–

Para su tranquilidad, queremos informarle de todos los pasos que hemos dado al respecto del lamentable incidente de ayer después del mediodía y del que nos sentimos responsables por permitir que ocurriese, ya que nuestra misión debería haber sido la de evitar que dicha señora hubiese llegado hasta usted y armado el escándalo que armó. No lo supimos hacer y, por ello, le pedimos nuestras sinceras disculpas, en nombre del hotel. ¡Le rogamos que nos disculpe, señor Arango!

Luis, con una leve inclinación de cabeza, le hizo saber al gerente que aceptaba sus disculpas. Él había acudido al despacho del ejecutivo acompañado por Luz. Las palabras de dicho señor, por momentos, iban tranquilizando a la pareja que, llenos de expectación por todo lo que aquel hombre pudiera esclarecerles, escuchaban ensimismados lo que decía el gerente con la esperanza de que aquellas revelaciones pudieran reconfortarlos.

–Hicimos cuanto estaba al alcance de nuestras manos –decía Germán Castro–, y nuestros servicios de vigilancia trabajaron con denuedo para esclarecer los hechos, algo lamentable que no tendría que haber ocurrido puesto que somos conscientes del daño que hubieran podido ocasionar a su imagen pública. Además, también somos conscientes de lo farragoso que fue para usted verse implicado en tan desagradable situación ante los suyos, no queremos imaginarnos siquiera lo que hubiera sucedido si, en aquel momento, se nos hubiera colado algún que otro reportero de esos que les gusta vender chimentos para sus lectores.

Fíjese que, nuestros agentes de seguridad, cuando la muchacha se marchaba, no dudaron en acompañarla a la comisaría y, a su vez, la invitaron a que entrara para formular la correspondiente denuncia contra usted. Nuestra sorpresa no fue otra que, al intentar entrar en la comisaría para hacer la denuncia contra su persona, ella nos dijo:

«No, no quiero hacer ninguna denuncia, no soy tan mala como para hacerle daño al padre de mi hijo».

Lógicamente, la benevolencia de dicha mujer nos hizo sospechar, y como quiera que previamente le hubiéramos pedido sus datos para ayudarla igual la seguimos y muy pronto dimos con su paradero. Tras seguirla sin que ella se diera cuenta, supimos donde vivía y, lo que es mejor, acudimos a la comisaría de policía más próxima a su domicilio.

Para vuestra tranquilidad, hemos comprobado que es una delincuente fichada en dichas dependencias de la ley. Se trata de una prostituta y drogadicta que, como casi todas, para pagarse sus dosis es capaz de cualquier fechoría y de atentar contra la honorabilidad de alguien como usted –proseguía el gerente–. Para ella es cosa de todos los días. Por esto que le digo, quédese tranquilo que ya pasó todo. La fama conlleva aparejadas estas situaciones realmente desagradables que, como usted, han sufrido muchos artistas y gente famosa. La tal Lucía del Río Mendizábal, primeramente quiso hacerse notar y, de haber estado usted débil de ánimo, arrancarle una fuerte suma de dinero. Maestro… discúlpenos –terminó la conversación el gerente– y, enhorabuena que todo se haya aclarado entonces. Mucha suerte para el festejo de esta tarde que tiene usted en nuestro coso taurino,  La Santa María de Bogotá, nuestra bella plaza de toros, orgullo de nuestra ciudad. ¡Mucha suerte maestro!

Las palabras de Germán Castro tranquilizaron a la pareja y, fundidos en un bellísimo abrazo, el diestro y su amadita, tocaban el cielo con sus manos. Un beso selló aquella felicidad que estaban sintiendo. Luz, abrazada a Luis, lloraba, pero en esta ocasión, sus lágrimas eran de pura felicidad por no poder contener la dicha que estaba sintiendo al demostrarse la inocencia de su prometido. La situación la llenaba de alegría. Mientras, abrazados, salían de aquel despacho. Luz, aún con algunas lagrimitas en sus ojos, le pedía disculpas a Luis:

–Perdóname, Luis. Reconozco que por momentos dudé de ti; jamás tendría que haberlo hecho pero la certeza con la que hablaba aquella mujer era para convencer a cualquiera y, encima, llevaba un niño entre sus brazos.

–Estás perdonada amor. Como viste, este es el alto precio que tenemos que pagar los que gozamos de cierta fama. Siempre encontramos, en nuestro camino, al desaprensivo u oportunista de turno que quieren sacar partido de nosotros. Es el canon que nos exige el ser un hombre público, un personaje famoso. Yo vivía mejor en el anonimato, Luz; tienes que creerme. Quise ser torero pero jamás pensando en lo que la fama pudiera darme o quitarme que, como estás viendo, me ha dado mucha gloria pero me ha robado la libertad.

Quise llegar a lo más alto en mi profesión y, como sabes, todavía me queda mucho camino por recorrer. Sin embargo, tengo que salvarme a cada momento de ella sencillamente, para no pagar ese tributo tan oneroso que exige esta señora tan posesiva llamada fama.

Era un día muy especial para Luis Arango, digamos que, una fecha trascendental en el devenir de su carrera artística y una esquizofrénica estuvo a punto de abortar un día memorable como el que se presagiaba para el diestro caleño. Eran muchas las ilusiones del torero ante tan trascendental efeméride que, de no haberse aclarado aquel dislate, el diestro seguro que hubiera fracasado con estrépito. Su alma estaba rota y su corazón estaba hecho jirones ante el cruel incidente que tuvo que soportar por parte de aquella desalmada que, como quedó demostrado, sólo quería sacar tajada de la fama del gran torero colombiano. Claro que los toreros siguen siendo seres humanos, mortales y pecadores, como usted y como cualquiera pero aquel incidente lo había dejado bloqueado, sin ilusiones y sin nada que ofrecer desde los más puros ancestros de su alma. Y un torero, sin ilusiones, apenas es nada.

Además del arte que los motiva, es la ilusión la que los lleva por los senderos más insospechados con la finalidad de lograr el éxito. Ahí seguían abrazados el diestro y su novia; todo estaba aclarado. Lo que hace unas horas era una horrible quimera ahora era la más bella imagen de la felicidad y, disipada aquella tormenta, el corazón de Arango volvía a latir, ante todo, para prepararse para la tarde más trascendental de su vida torera. Luz le susurraba al oído un bello te quiero, mientras Luis sonreía ante las palabras de su amada que lo dejaban feliz. Faltaban pocas horas para el evento y tras el sencillo almuerzo, el diestro tenía que vestirse para acudir a la plaza de toros Santa María de Bogotá, el escenario que había soñado hacía ya muchos años y en el que tenía puestas todas sus esperanzas para el éxito.

Pla Ventura