Regresaba Luis a Bogotá donde se habían quedado esperándole su madre y su amada. Ambas seguían consternadas por todo lo que habían presenciado tardes atrás en La Santa María. Y Arango venía roto por el dolor que había sentido por el compañero caído y su desolada familia. Todo estaba previsto para que, cuanto antes, regresaran a Cali, su ciudad natal. Sólo lo retenían a Luis unas diligencias que tenía pendientes en Bogotá respecto a la liquidación de sus honorarios.

Dado que todo sucedió de la forma trágica como ocurrió, Arango, en aquella oportunidad no había podido liquidar con la empresa sus emolumentos crematísticos concernientes a su actuación profesional. Ese mismo día de su llegada la empresa organizadora de aquella corrida lo citó para pagarle. Y hacía allá se dirigió, en compañía de los suyos. Una vez en las oficinas de la empresa ubicadas dentro de la misma plaza de toros, el gerente de entidad le mostró a Luis Arango el recibo que debía firmar y un maletín donde estaba el dinero. Era costumbre de la empresa pagar en efectivo y en dólares.

–Firme, matador –dijo el gerente–. Ahí tiene los cuarenta mil dólares que hemos pactado. Hemos sabido que viene usted de México de acompañar al cuerpo sin vida de Raúl García y lo queremos felicitar por su conducta humana. Hoy mismo le hemos transferido a su viuda los emolumentos de dicho diestro, que Dios lo tenga en su gloria. Su actitud dice mucho a su favor. Como hombre lo admiramos y, como torero, sepa que ya está usted contratado para la próxima feria.

El triunfo de Arango tanto como hombre y como artista, estaba teniendo sus frutos lógicos.

–Muchas gracias –dijo Arango–. Procuraré no defraudar nunca. Mi obligación como artista no es otra que buscar siempre el triunfo a toda costa. La desdicha de aquella tarde no fue otra que la muerte de Raúl, pero antes de que sucediera, me sentí muy feliz, el más dichoso de los mortales cuando aquel aficionado me lanzó nuestra bandera y, ataviado con la misma, pude dar aquella primera vuelta triunfal al ruedo.

–Le tendió la mano al gerente, y se despidió. Cuando se trata de dinero hay que tener mucha cautela y, por dicha razón, a la salida de la oficina de la plaza de toros, Arango repartió su botín y, como quiera que ellos eran cuatro, su apoderado, su novia, su madre y él, cada uno se encargó de llevar diez mil dólares en su bolsillo o cartera salvo Arango, que los portaba en su mano, en el maletín que le habían dado en la empresa.

Juntos marcharon todos hacia el hotel, y como quiera que el mismo quedaba cercano, decidieron dar un paseo y, caminando, llegar hasta el mismo. Todo parecía normal y, sin embargo, alguien estaba vigilando los pasos del diestro. Lo que menos podía sospechar Arango es que su dinero, no llegaría al hotel. Caminaban todos juntos por la calle, y Luis iba del lado del cordón de la acera, digamos que podía ser pasto fácil para el robo y así sucedió.

En aquella tranquilidad en que paseaban, de repente, desde una moto que circulaba a toda velocidad por la calle con dos tipos encima, de un tirón le arrancaron el maletín de la mano mientras que Arango, del envite, rodaba por el suelo.

Su madre y su novia, asustadas, gritaron desesperadas y corrieron hacia él. Mientras que Rodolfo, furioso, soltaba una serie de improperios contra los mal vivientes, a la par que también acudía hacia el lugar donde estaba Luis caído.

–¡Ay, Dios mío!… ¡Hijo… hijito…! ¿Estás lastimado… estás bien?

–¡Luis! ¡Luis de mi vida! ¡Amor!… ¿Qué te ha pasado?… ¿Te has hecho daño? ¿Puedes levantarte? –preguntaba Luz, mientras se agachaba junto a Luis y verificaba que estuviera bien.

–No sufran, estoy bien; sólo tengo un golpe en la rodilla pero no es nada, es un golpe sin importancia, casi ni me duele. Y se aferró a la mano que le tendió Rodolfo para incorporarse. Una vez de pie, su madre y su novia lo abrazaban y colmaban de caricias. Su apoderado le palmeaba el hombro y le buscó la mirada para saber si estaba todo bien. Todos tenían la cara desencajada por el susto de la horrible situación experimentada, unas caras que, de habérselas visto en el espejo, apenas se las hubieran reconocido.

Todo ocurrió tan rápido que no les dio a tiempo de reaccionar. Luis miraba sus manos y le resultaba difícil comprender que, dos minutos antes, llevaba el maletín con los diez mil dólares y ahora estaban vacías. Ante lo ocurrido, hasta le daban gracias a Dios por haber tenido la feliz idea de repartir el dinero antes de salir de la oficina de la empresa. De no haberlo decidido así, en este instante, el fruto de todo su esfuerzo y el hecho de haberse jugado la vida no hubieran servido para nada.

Pero, en la vida, siempre hay que mirar la parte buena, todo podría haber sido peor, y en este caso los hechos así lo demuestran, no pasó nada en apariencia irreversible. Rodolfo se empeñaba en que fueran hasta la comisaría de policía para denunciar el hecho. Luis se negó porque, entendía que un robo efectuado con tanta pericia era imposible de que la policía pudiera encontrar a los culpables.

–Seguramente a los que nos robaron –decía el diestro– les hace más falta ese dinero que a nosotros. Bastante desdicha tienen que basan su vida en el delito, si no han caído ahora, como quiera que viven de la delincuencia, un día caerán en las garras de la policía y, por ende, terminarán en la cárcel o incluso hasta puede que mueran sin ni siquiera haber tenido la oportunidad de arrepentirse y ver que hay otra forma de vivir mejor en este mundo y que no depende de nadie más que de ellos el decidir encararla así, de esta otra manera, para que se haga realidad.

La sangre fría mostrada por el diestro dejó perplejos a los suyos. Es cierto que el diestro aplicó la lógica y, ante su actitud, nada que objetar. Ya en el hotel, Luis Arango les pidió a los suyos que se reunieran con él, sin aclararles para que era esa reunión. Lo cierto era que él quería darles una sorpresa tremenda. Un despacho para reuniones privadas le fue cedido al matador, no en vano, era una reunión íntima. Una vez allí dentro los sorprendió diciéndoles:

–Esto es para ti, madrecita –afirmó el torero. Y le entregó los diez mil dólares que ella llevaba. Doña María quedó perpleja. No daba crédito a lo que estaba viviendo.

–¿Para mí?… ¡Dios mío!.. ¡Gracias hijito!… ¡Siempre eres tan bueno y generoso conmigo!… ¡Gracias corazoncito lindo de mi vida, gracias! –exclamó su madrecita.

Pese a que Luis Arango ahora tenía éxito, jamás olvidó su origen humilde y, ante todo, la situación de su familia. El diestro ya le había comprado una casa a su madre pero en una ocasión como la citada, le pedía el corazón un gesto como este para con ella. Era algo que le salía de muy adentro y que, tal como se demostró, dejó a doña María Restrepo muy dichosa y contenta. Claro que las sorpresas no terminaban con la gratitud mostrada por el diestro hacia su madrecita. Quedaba, todavía, una acción más noble si cabe.

–Mi Luz del alma –decía Arango–, ¡abrázame! Quiero que celebremos que estoy vivo. Y lo digo muy en serio. Porque es motivo de celebración cuanto estamos viviendo ahora porque, como todos sabemos, yo podría haber sido la víctima aquella tarde en lugar de Raúl. Los tres diestros corrimos el mismo riesgo y García ahora está enterrado y, nosotros estamos llenos de vida y de ilusiones. Siendo así, amor –continuaba Luis–, esos diez mil dólares que llevas en el bolso, por favor, quédatelos, seguro que en tu casa, cuando llegues, serán motivo de alegría. Ya, cielito mío, imagino la carita de felicidad de tu madre, doña Liliana y, con eso, me basta y me sobra para hacer esto que estoy haciendo.

–¡Luis, amor mío…! No sé qué decir… ¡Gracias…, muchas gracias! –mientras sus ojos se llenaban de lágrimas de agradecimiento y sus brazos lo buscaban para abrazarlo y pegarse a él. Y atónita se quedó. Como le sucedía también a doña María; Luz, no podía entender lo que le estaba pasando; estaba recibiendo una fortuna de manos de su amadito. No se trata de que el amor se cuantifique con dinero, nada más lejos de la realidad; pero comprobar que, por amor, su amado estaba haciendo este tipo de cosas, era algo bellísimo.

Ciertamente, Arango era; de por sí, un hombre generoso. Los miembros de su cuadrilla lo pueden atestiguar en el trato que a diario reciben del matador. Pero en este día y en esta ocasión tan trascendental, teniendo a su lado a las dos mujeres que más amaba en el mundo, era el momento de la gratitud y de la solidaridad suprema para con su gente amada. De pronto, ella reaccionó y sin importarle nada ni nadie sin dejar de mantener abrazado a su amado, Luz le dijo:

–¡Luis, te amo, te amo, te amo; eres el ser más bello que Dios ha puesto sobre la Tierra! –y prosiguió muy contenta diciendo–. ¿Te imaginas la cara de mi madre cuando vea esta suma de dinero? No, Luis, no puedo ni siquiera imaginármelo, tendrás que acompañarme a casa que, sin duda, se nos desvanece cuando lo vea. No voy a quedarme ni con un solo dólar, toda la suma se la entregaré a mi madre para que lo administre. ¡Gracias, mil gracias amor de mi vida!

Abrazados como estaban, Luz le dio a su amadito un beso apasionado, un beso lleno de amor, de ternura y de gratitud. Él ya sabía todo lo que ella sentía por él, pero así y todo, una vez más, Luz quería mostrarle a Arango todo lo que le dictaba su corazón. Ahora sí que estaban dichosos y cundía la euforia y todo gracias a que momentos antes, dentro del corazón de Arango, subyació la idea que tenía que hacer algo para erradicar el dolor que las mujeres de su vida estaban sintiendo ante lo que habían presenciado respecto a la muerte de Raúl García y que para rematarla, hacía apenas un rato atrás, se había sumado el desagradable episodio de la moto que había terminado con él maltrecho en el piso. ¿Qué hacer? Lo que hizo. Intentar cambiar el signo de lo que estaban sufriendo, y mediante una tremenda alegría, logró revertir el triste palpitar de sus corazones y darles un tremendo gozo de felicidad. Si en la arena Arango era un artista, quedó claro que, en la vida, era un gran mago blanco. Las pruebas así lo delataban ante los suyos.

Pla Ventura