Mientras Luz seguía aturdida por todo lo que sabía y no encontraba la forma de comunicárselo a su amado, en Colombia, la familia de Arango estaba destrozada. Hasta la madre se preguntaba si en verdad tenía que habérselo comunicado a Luis. Ciertamente el momento, anímicamente para el diestro, no era el adecuado para recibir una noticia de semejante calado para su alma. Los padres y hermanos de Luis Arango estaban desolados mientras velaban el cadáver de Roberto. Doña María estaba desencajada; en su rostro no cabían más lágrimas, primero, al ver el cadáver de su hijo Roberto y, acto seguido, al pensar en la reacción de su hijo Luis que, ese mismo día, tenía que jugarse la vida en la plaza de toros de México.

En pocos minutos tomó Luz la sabia decisión de cuanto tenía que hacer al respecto de la flagrante situación. Ella sabía en su interior que tenía que ser más fuerte que nadie en el mundo; hasta tenía que fingir lo que no estaba sintiendo. Es decir, con el alma rota, ante Arango, tenía que representar la mejor comedia de su existencia.

El paseo por los jardines del hotel le había servido, en pocos minutos, para tomar la decisión más trascendental de su vida. Respecto a Luis, todo seguiría su curso normal. Luz se tragaría todo el dolor que su alma estaba sintiendo. No era lógico ni prudente, en un momento tan especial para la carrera de Arango, que supiera de la noticia que le aguardaba, sería tras el festejo de la tarde cuando se enteraría del drama que estaba sucediendo en su casa caleña. Las lágrimas que Luz había derramado al saber lo que sucedía en casa de Luis, de repente, como por arte de magia, habían desparecido de su rostro. El momento era dramático. Su corazón estaba roto, pero su semblante, por necesidades del guión, tenía que ser inmaculado. Sacó fuerzas de donde no las había, subió a la habitación y en aquel preciso instante se despertaba Luis.

–¿De dónde vienes, amor? –le preguntó el diestro–. Tienes la cara demacrada. ¿Te ha sucedido algo? Preguntó Luis a su amada ya que la encontraba rara.

–Estaba en el jardín. No he querido molestarte en tu plácido sueño. Tenías que concentrarte y ese sueñito formaba parte de dicha concentración. Estoy bien. Ocurre que he estado en el jardín y al mirar hacia la calle, he visto unos niñitos pidiendo limosna y ellos me han enternecido hasta el punto de hacerme llorar. Como sabes, el drama de los niños, donde fuere, me parte el alma. Les he dado todo lo que llevaba en el bolsillo. Es muy fuerte el dolor que he sentido, amadito mío. Tras la explicación de Luz, Arango quedó más tranquilo. Era algo tan lógico lo que le estaba contando que el diestro le creyó sin más explicaciones ni otros argumentos. Ni ella misma sabía de dónde estaba sacando tanta fuerza para que Luis no supiera lo que estaba penando.

–Tú siempre, mi amor, la más solidaria del mundo. –decía Luis–. A mí me sucede lo mismo, bien lo sabes. Por ello, entre otras muchas de tus virtudes, Luz, tu sentido generoso para con los humildes es lo que me cautivó de tu persona. ¿Cómo no amarte si eres la muchachita más bella que he conocido? Tras el almuerzo en compañía de su cuadrilla, apoderado y amadita, muy pronto empezó el ritual de vestirse el traje de luces. Allí estaba, sobre la silla, el vestido color grana y oro que el diestro había pedido para una ocasión tan excepcional. Adornaba dicho vestido el capote de paseo con la Virgen de Guadalupe que le había regalado Norma Contreras, la viuda de Raúl García. Para Luis, el regalo más bello que jamás le habían hecho y, en memoria del diestro fallecido, luciría Arango dicho capote en tan trascendental tarde.

–Maestro –dijo el mozo de espadas que le vestiría–, nos han dicho que prácticamente se han agotado todos los boletos para la corrida. Eso es fantástico. Como usted sabe, es la plaza de toros más grande del mundo y verla atiborrada de aficionados, por Dios, eso debe ser escalofriante. Según nos han contado, hace años que dicha plaza no se llenaba, y en esta ocasión, para nuestra fortuna, vamos a saborear el placer de verla como en las mejores tardes que en La México han sido. Estas eran las palabras del ayudante del diestro que por momentos, al escucharle, se iba llenando de moral y coraje para dentro de dos horas.

El momento era crucial, la tarde, la más significativa de su carrera como torero y hasta el tiempo era benigno, tarde soleada, temperatura agradable y todo rodaba a favor del diestro. Luz estaba sentada en un sillón y se extasiaba con el rito de vestirse de torero por parte de su amado. Se sentía fuerte porque la mentira con la que había convencido a Luis le parecía tan crédula que hasta ella misma se autoconvenció. Todo estaba correcto. El desarrollo de los acontecimientos estaba siendo conforme estaba previsto. Es cierto que Luz sabía que, de haberle dado a su novio la noticia de la tragedia, todo hubiera cambiado. No, no era el momento y, por dicha razón, la muchacha tomó la decisión que era la más adecuada. Ella sabía de la fortaleza de Luis, nada es más cierto. Pero de haberle dicho lo que en verdad estaba sucediendo en su casa, por muy fuerte que sea una persona, saber que mientras te estás jugando la vida un hermano yace muerto y tu madre sufriendo horrores a la espera de tu llegada, pocos soportarían dicho dolor sin inmutarse.

El hotel estaba situado a poca distancia de la plaza de toros, justamente en la Avenida de Insurgentes, y para acudir al recinto taurómaco, en vez de utilizar el automóvil, el apoderado del diestro había alquilado un coche de caballos. En este caso, una calesa tirada por dos briosos corceles. No es usual dicha imagen pero, quizá por ello, es más rimbombante. Ante todo, con un efecto publicitario más allá de lo natural. Si el diestro se desplaza en el clásico automóvil nadie repara en él, mientras que si lo hace con calesa, todo el mundo puede verle y aclamarle incluso por la citada Avenida de Insurgentes. Montados ya en la calesa, la imagen era gratificante. En este mundo de las prisas y agobios, el hecho de contemplar al diestro tan tranquilo encima de dicha calesa y al trote de los caballos, paseándose por la avenida más importante de México, todo ello daba una imagen colorista e invitaba al aficionado para acudir a la plaza.

Todavía no habían caminado más de cien metros cuando, de repente, oye Luis una algarabía a su espalda, como un murmullo musical que le dejó perplejo. Además de todo el gentío que corría junto a la calesa, en especial toda la chiquillería que rodeaba la calesa, comprobó Luis que una banda de música amenizaba con sus acordes el viaje más placentero de su vida. La sensación que estaba sintiendo era fantástica; había acudido a infinidad de plazas de toros, pero jamás antes había sentido una emoción tan especial. En México, como se comprobaba, todo era distinto. Lo de la banda de música era la sorpresa que le había preparado su apoderado.

Todo tenía que tener tintes distintos, únicos y emocionantes. Luz, que caminaba a pie junto al coche tirado por los caballos, veía cuando sucedía a su alrededor, y por momentos, sus ojos se empañaban de nuevo con sus lágrimas. Era un momento muy especial, veía la muchacha cómo estaba gozando Luis todos los prolegómenos de su actuación y el hecho de pensar que, tras la corrida, tendría que darle la fatídica noticia, esto la acongojaba. Pero no quedaba otra opción que seguir viviendo la alegría ficticia del momento.

Pla Ventura