El toro bravo y Victorino. Victorino y el toro bravo. Ambos resultan conceptos indisolubles, como la unidad de España, aunque algunos se empeñen en lo contrario.

Don Victorino Martín Andres ha fallecido a los 88 años de vida. En su legendaria finca de Monteviejo, junto a sus dos familias: la carnal y el toro bravo. Ese mismo animal a cuya fábula mitológica contribuyó a su expansión, con la mayor perseverancia posible, seguramente irracional, como cualquier empresa a la que el sueño romántico de la tauromaquia empuja.

A los cielos se ha ido, el que, con toda seguridad, haya sido el ganadero más trascendente de la segunda mitad del siglo XX. Forman parte del saber popular, las características inherentes e innatas de los toros de Victorino: esa casta descomunal, bravura desbordante, humillación exorbitante, profundidad, inteligencia, agilidad… El toro bravo en su más espléndida manifestación.

No solo honró a la Fiesta brava con esa genial, única e irrepetible aportación, sino que en su viaje a las profundidades de la casta y la bravura, tomó la estoica decisión de salvar el maravilloso e ignorado patrimonio genético del campo bravo. A diferencia de otros, no renunció a la responsabilidad, que todos tenemos, hacia el legado recibido.

La Fiesta brava está viviendo, recientemente, tiempos muy duros: en estos dos últimos años son muchas las pérdidas acumuladas. Victorino se ha añadido a esa muy negra lista, pero es nuestra obligación recordarlo en la humildad de quien puede ser orgulloso que siempre lo caracterizó: sentado en el tendido, como un aficionado más (lo que siempre fue), con un puro en la mano.

Don Victorino Martín Andrés ha ascendido a los cielos, convirtiéndose, sin saberlo, en inmortal. Desde el olimpo del toreo seguirá entre nosotros. Del mismo modo que vivirá cada tarde que un toro bravo, gallardo y arrogante, salga al ruedo a honrar su honorable condición…

Victorino Martín Andrés, descanse en paz.

 

Por Francisco Diaz