Al cerrar la puerta sentí de pronto que dejaba allí dos años de mi vida. Parece que fue ayer cuando me dio las llaves porque iba a estar fuera una larga temporada. «Como te gusta tanto venir a la capital y ya te has salido dos veces de la carretera cuando vuelves de madrugada, te dejo el piso y aquí puedes dormir tranquilamente sin los peligros de volver a tu casa con las copas y la falta de sueño». Y me quedé allí como un marqués. Me había comprado un pijama de seda y un batín confortable.

En una estantería del cuarto de baño dejó la crema de afeitar, un paquete de maquinillas, loción, colonia (a sabiendas que no la uso nunca), gomina, crema de manos, desodorante, champú, gel y todo lo que puedes encontrar en un hotel de lujo. Tenía un dormitorio amplio, un salón espléndido con balcón y ventanales, otro dormitorio para invitados y una extensa biblioteca con las últimas novedades literarias.

Y para los días de pereza, cuando no te apetece salir o en las madrugadas de resaca cuando viene bien una recena, me dejó la nevera llena de congelados y zumos, y en la despensa todos los comestibles de urgencia, desde pan de molde hasta sobres de sopas, aparte de todos los tarritos imaginables con especias, sabiendo de mi afición de cocinilla.

He pasado largas horas de dulce pereza viendo a la gente pasar, contemplando el fascinante espectáculo de la vida, adivinando los sueños de las chavalas que esperaban a los novios en la esquina de siempre y el canto a la vida de las chicas guapas que cruzaban el semáforo camino de sus clases. Bien sabe Dios que en su larga ausencia jamás se me pasó por la cabeza convertir aquello en un picadero ni profanar su recuerdo. Y cuando volvió, seguía viniendo por un día y me quedaba una semana entera plácidamente, junto a aquella mujer discreta y limpia que me cuidaba con una ternura especial y cada vez que volvía, siempre tenía la ropa a punto, los zapatos limpios y la raya del pantalón impecable.

Cuando regresaba de sus viajes me traía puros chiquitos, licores exóticos y hasta una corbata de seda natural. Yo sentía hacia ella un amor pausado y a veces culpable porque no tenía el sentido de la fidelidad que se merecía, ni me importaba volver con las claras del día sin que jamás me hiciera un reproche. «No sé dónde vas a encontrar otra mejor», me decían mis hijos y los amigos que la iban conociendo las pocas veces que aparecíamos en público. Y tenían razón.

Angelines era una mujer culta, sabiendo estar en los sitios con esa elegancia modesta de querer pasar desapercibida. Estaba con la misma naturalidad en la mesa de los vaqueros que en las tertulias de los intelectuales. Sabíamos que era un prodigio en su profesión y le gustaba aceptar los grandes desafíos, como si siempre acabara de empezar.

Venía de una familia ilustre, tenía fincas ganaderas y pisos. Y sobre todo una fidelidad a toda prueba. A su lado jamás tendría un sobresalto y cuando llegaban las situaciones difíciles aprendí a dejarme guiar por sus consejos. Y siempre acertaba. Pero yo no fui capaz de corresponder a su ejemplar entrega. Porque nunca sabemos valorar lo que tenemos y siempre deseamos entrar en huertos ajenos.

Me acordaba de cuando niño me iba a casa del pastor a comer tocino con pan, en vez de la mermelada que me preparaba mi abuela. Angelines era esa mermelada que jamás he merecido hasta que un día se cruzó otra mujer en mi vida y ya no tuve valor para engañarla. Ella sigue queriendo a mis hijas. La van a ver y se quedan en su casa. Y se van juntas de vinos.

Acabamos sin escenas. Serenamente. De pronto me di cuenta que, poco a poco, mi vida se había trasladado casi por entero a su piso. Ni siquiera me hizo pasar la violencia de recoger mis cosas. Me lo tenía todo cuidadosamente empaquetado. Hasta el batín y las maquinillas de afeitar. Cuando ya me iba le devolví las llaves. Al cerrar la puerta sentí que allí se quedaban dos años de paz. Y al llegar a la calle también sentí la vergüenza de no sentir vergüenza de mí mismo. Porque ella no se merecía esto.

Alfonso Navalón, junio de 1998

Analicemos con todo detalle el ensayo del maestro, vivencia personal donde las haya en que, como se comprende, se necesita tener mucho valor para contar esta situación en la azarosa vida que padeció o gozó, quién sabe, el maestro Alfonso Navalón.