En la orilla del domingo os contaba aquel inesperado encuentro con el mítico Oceja en el pórtico de Santa María de Uribarri de Durango. Causa respeto contemplar de sopetón uno de estos monumentos vivos de la gloria nacional, ahora que el fútbol se ha convertido en una legión de mercenarios donde es impensable el sentimiento ni el romanticismo de los verdaderos deportistas. El amor a los colores o hacia una camiseta no pueden darse cuando el equipo se convierte en una sociedad anónima o en la propiedad individualista de un nuevo rico o un prepotente donde la vanidad está por encima de los imperativos más nobles. Ahora resulta que en el club representativo de cada ciudad, apenas hay algún español y casi nunca un nativo.

El fútbol se ha plagado de ‘sudacas’, africanos o europeos, dirigidos por un entrenador que casi siempre es extranjero y en la nómina figura hasta ¡un intérprete! Lo que debiera ser un equipo se ha convertido en otra Torre de Babel o en una asamblea de la ONU donde cada uno es de su leche o de su lengua. No me extraña que esta locura de pagar miles de millones por piernas exóticas, despreciando a los lugareños, haya desembocado en situaciones tan demenciales como la del Deportivo de La Coruña, que siempre anduvo por la cabeza de la tabla y mientras el ensamblaje fundamental era de aborígenes y el par de extranjeros eran el toque pintoresco o los divos para los que trabajaban los demás.

Ahora ha desaparecido esa base de españoles y esto anda manga por hombro porque al senegalés o al brasileño le importan tres cojones que las franjas de la camiseta sean verdes o rojas y si las llevó Lángara, Samitier o Barinaga. Ellos hacen lo que más le conviene al ‘manager’, pero no al del equipo, sino a esa especie de apoderado-representante-agente de ventas que administra cada cláusula de sus fichajes astronómicos. Por cada movimiento de ficha, esos gitanos del mercado futbolístico se llevan más millones que un ingeniero de Caminos en un año. Cuando ves las excentricidades de Ronaldo que deja plantado al equipo tres días para darse esas palizas de avión por echarle un polvo a la Ronaldiña, está claro que esta gente no puede sentir ni representar más colores que los de sus dividendos ni servir a esa hinchada incondicional que lo sacrifica todo por el escudo del club.

Por eso, cuando me encontré con Isaac Oceja, aquel jugador del Bilbao que fue internacional con Ricardo Zamora, Ciriaco o Quincoces, piensas que aquellos hombres, además de su calidad técnica, tenían ese amor propio y esa ética personal de los deportistas puros. Y ese pundonor sufrido de aquella furia española que derrotó a la ‘escuadra azurra’ cuando los italianos eran los dueños del fútbol mundial. Eran mitos populares que jamás pensaban en el dinero, porque al colgar las botas todos tuvieron que agarrarse a otro oficio para poder vivir.

La noche anterior habíamos cenado en el restorán de Zaldúa, otro futbolista vasco, cerca de Guernica y ahora encuentras a este Oceja que viene de andar dos horas por el monte, cuando los de su edad tienen artrosis o barriga. Oceja tiene bajo sus cejas de nieve esa mirada noble de los que han hecho del deporte una religión. Jamás ha fumado ni bebido y con ochenta y dos años da gloria verlo alto y flaco como un milagro que rompe todas las estadísticas del Inserso. Va con los jubilados del pueblo, los que rugían en ‘La Catedral’ viéndolo jugar, y cuando pasa por la calle con su sencilla arrogancia, todavía la gente se para a mirarlo como a un símbolo, y recordarle lo que significa en su legítimo orgullo de patriotas provincianos (nada de P.N.V. ni separatismos políticos). Y te dicen que ése que ves ahí es Oceja, un internacional de los tiempos gloriosos del Athletic, cuando ganaba todos los años la Copa.

Como van a dar ya las nueve de la noche, el joven anciano mimbreño se va a acostar como si mañana a las ocho tuviera entrenamiento de San Mamés.

Alfonso Navalón, octubre de 1997