Tauromaquia, voz que trae ecos de culto totémico, de magia, de liturgia, en el espacio arquitectónico de una plaza redonda y un graderío que lo circunda. El corazón de todo, un majestuoso animal: el toro. Escenario de luz, más aún si el sol brilla, con vestuario de lujo, un elenco de más de 60 participantes y no menos de 20 semovientes.
Dedicado a las generaciones nuevas que se acercan a la Tauromaquia, y sin renunciar a mi sentido crítico, ¿les parece que vivamos la ensoñación de uno de esos espectáculos escénicos en tres actos y un preludio?
La función es excepcional, porque el guión siempre es distinto aunque haya pautas fijas. Los artistas tienen la obligación de improvisar en las dos horas que dura. Así es una tarde de Corrida.
Todo está preparado con antelación. A los “camerinos” van llegando los que forman parte del espectáculo: las cabalgaduras para la suerte de varas, en el patio de caballos, amen de otros corceles si se precisan. No son los jamelgos del pasado, hoy los caballos de picar son lustrosos, excelentes, bien cuidados e intuyen su oficio. Llegan con bastante antelación para ser equipados de petos y demás aperos protectores. Los toreros acceden mas tarde. Suelen pasar por la capilla, quedando luego en el túnel de arranque. En la espera, permanecen callados, serios, ensimismados en sus pensamientos. Me parece de mal gusto que acudan reporteros a importunarles; periodistas, micrófono en ristre, buscando unas palabras que, por educación, brevemente contestan. Ningún actor, ningún cantante que permanece entre cajas esperando salir a escena, toleraría un interrogatorio en ese momento. Hay que respetar su recogimiento mientras se lían al cuerpo el capote de paseo con esmerada minuciosidad y oficio.
Los toros, enchiquerados. Por la mañana se realizó el sorteo, práctica impuesta por Mazzantini, autor de la frase: «En este país de los prosaicos garbanzos, no se puede ser más que dos cosas: o tenor del Teatro Real o matador de toros”. Él fue matador y más tarde, político.
Los subalternos ya conocen cuales son los toros de su cuadrilla. Se dice por ahí que algún torero de relumbrón pretendió en alguna ocasión intercambiar los toros con otro compañero. Me parece un comportamiento impresentable pero no me extraña a tenor de algunas prácticas sinuosas que lastran el mundillo de los toros.
Hay en el ruedo una manguera que toma enganche en el centro del anillo y va regando convenientemente la arena. A veces es sustituida por el camión de riego. No me gusta. Si es antes del comienzo del festejo, vale, pero si sale a regar en el intermedio de la Corrida, resulta antiestético.
Los capotes de brega se alinean en las tablas de la barrera. En el callejón, en un burladero el equipo quirúrgico. Nadie más debiera haber tras la valla, sino las personas que tienen por obligación estar allí, algo que no se respeta. La Banda de Música en su palco y el Presidente y sus asesores en el suyo. El público en sus localidades, minutos antes de la hora anunciada, sabiendo que la corrida es el único espectáculo español que empieza a la hora en punto.
Los toreros miran a lo alto donde ondea la bandera, por aquello del viento. El Presidente saca el pañuelo y la Banda de Música arranca con un pasodoble y a su son, emergen del túnel de salida todos los integrantes del espectáculo. Primera ovación del público que interactúa en la lidia con voz y voto. Si en cualquier obra escénica los saludos son el cierre, en los toros es a la inversa. Todo el elenco saluda al principio y de forma coordinada: Desfilan primero los alguacilillos a caballo, luciendo atuendo de la época de Felipe IV. Detrás, después de desearse suerte, los toreros se santiguan y con el brazo izquierdo doblado en cabestrillo bajo el capote de paseo, salen con la montera puesta. El que es nuevo en la plaza la lleva en la mano en señal de respeto. Las cuadrillas desfilan de a tres en fondo con su matador al frente. Su colocación no es arbitraria. El extremo izquierdo lo ocupa el de más antigua alternativa; en el centro el más joven de la terna. Si participase algún rejoneador, éste desfilaría delante de los de a pie. Cierran el grupo los monosabios detrás de los picadores en sus cabalgaduras, los areneros y las mulillas bien enjaezadas. Todos uniformados, del primero al último. Nunca antes se lucieron tan espléndidas galas como actualmente. Un despliegue de riqueza y buen gusto, en los ternos y en los capotes de paseo. Los matadores visten bordados en oro, privilegio que comparten los picadores. De plata los subalternos. Trajes, todos impolutos, relucientes. Limpios también los petos de los caballos de picar, las blusillas rojas de los monosabios, los uniformados areneros y hasta los capotes de brega. Me pregunté siempre cómo y quién lava los trajes de luces que acaban ensangrentados. Ahora lo sé: son los propios mozos de espada los que se encargan, a mano, y con total eficiencia.
El airoso pasodoble ha puesto en marcha el espectáculo. La Banda de Música tiene un papel relevante y su cometido también está sujeto a normas. Cuando es buena la agrupación, es gloria el desfile. Si es rematadamente mala, debería abstenerse de muchas intervenciones pues resta esplendor a la Fiesta. Eso sí. Me niego a escuchar música enlatada y cualquier notificación por megafonía. En los toros tales artefactos tienen que estar proscritos. Tan sólo si hubiera una emergencia urgente que avisar.
El paseíllo llega frente a la presidencia y todos saludan. Luego, en pie el graderío y con respeto, se escucha el himno nacional. Costumbre nueva, que se está imponiendo, a mi entender de forma acertada. Al fin, se deshace la formación. Cada cual busca su sitio en espera de que los areneros rastrillen el piso, saque su señoría el pañuelo y suenen clarines y timbales.
“El buñolero” ha recibido la llave y va a abrir el portón de los sustos.
Tal vez se pregunten ¿y quién es el buñolero? Así se conoce a la persona encargada de abrir la puerta de chiqueros. Se llama así en memoria de Carlos Albarrán, apodado “El Buñolero” que hizo este cometido en la plaza de Madrid desde el año 1844 hasta 1903. Fue un personaje muy popular que vestía como los toreros pero con un terno muy ajado que le hacía parecer un torero de pega. Fue muy querido por la afición de Madrid durante sus casi sesenta años desempeñando el oficio al que dejó su apodo. Citando los versos del crítico Luis Carmena:
El abrir los portones del chiquero
y dar salida al toro,
nadie lo hizo, ni hará, con más salero,
que Carlos Albarrán (el Buñolero.)”
Concluido el paseíllo, el Preludio ha finalizado:
Señor Presidente, saque usted el pañuelo y comience el Primer acto.
Francisca García (Continuará)