Amanece abril bajo el escenario de una helada que es como puñaladas para el campo en este lujo de primavera que teníamos; a punto de romper el alba, un traicionero Whatsap anuncia la mala nueva: “Ha muerto Alberto Estella”. Y contesto: “No jodas. No me lo creo”.

Uno no acababa de dar crédito, más aun cuando hago un rastreo de prensa y aún no hay noticia que lo confirme. Habrá sido un error (pienso con ingenuidad, porque estas noticias nunca se confunden), hasta que en el desayuno una llamada confirmó la realidad y ya fue un sin parar: Se nos ha ido Alberto Estella y las letras charras están de luto.

¡Paren las rotativas! Que es la noticia del día, de la semana y la que nos regala este abril, que ha comenzado de manera traidora. ¡Adiós a don Estella!

Se va Alberto cuando ya esperaba la llegada del buen tempero que nos regala la primavera. Cuando sentado en un diván del porche, mientras leía algún clásico, alzaba la vista para dejarla perder por el arroyo de La Valmuza, donde dentro de pocos empezará a cantar el cuco. Y el concierto de las ranas, nada más que se ponga el sol, será toda una sinfonía en el campo.

Ni sé por dónde empezar después de tantas vivencias a su lado, de disfrutar de su amenidad y escuchar de las fuentes de su sabiduría, siempre con un vaso de vino, que es la bebida de Dioses. Lo que si se cierto es que la primera vez que tendí su mano fue en la vísperas de Los Santos del 1990 en El Berrocal, en casa de Alfonso Navalón, en una mañana inverniza, de cierzo y donde no queríamos más que buscar el calor de la lumbre para hacernos unos ‘obispos’. Aquella mañana llegó con un flamante equipo de grabación, de estreno, y quedé tan fascinado que lo acompañé a coger unas tomas de los toros, mientras Navalón –‘el bicho’, que llamaba- los movía para cambiarlos de cercado, hasta que en un momento, sin darnos cuenta, nos sorprendieron para pasar al lado, mientras permanecíamos echados cuerpo a tierra tras unos fresnos, temblando todo como su fuera un terremoto y pensando que, en la soledad del campo, nos llegaba el final de la manera más tonta.

Conocí al autor del libro en un trance delicado, que suscitó el propio Alfonso. Fue hace unos veinte años, en la Ribera del Berrocal, la finca ganadera de Fuente de Oñoro, en la Raya de Portugal, citada frecuentemente en esta biografía. Allí nos dejó sin contemplaciones a Paquito y a mí un vehículo todo terreno, para que viéramos como atravesaba el regato la camada brava arreada por los caballistas.

Cañamero con la cámara de televisión de una emisora  local, y yo con una réflex de aficionado a la fotografía. Enseguida comprendimos el peligro en que nos habíamos metido, porque la tropa de los toros de saca apareció enseguida por un cerro inmediato y vino a atravesar la ribera a pocos metros de donde estábamos, detrás de sendos fresnos. Afortunadamente ningún toro hizo por nosotros. Aquel peligro compartido selló una amistad que fue aumentando con los años.

Desde aquel día ya fuimos muy amigos y por medio quedan mil vivencias, porque a los dos nos encantaban las tradiciones de la tierra y el sentimiento charro. Los toros y el fútbol. La política y la buena mesa. El tinto y el Dry Martini. El costumbrismo y el folclore. De hecho me prologó dos libros: ‘Del Yeltes al Huebra’ y ‘Alfonso Navalón, Escribir y Torear’, porque no había persona más indicada que él. Y siempre le decía que no dejara pasar el tiempo sin publicar sus memorias, que iban a ser un lujazo y además conoceríamos más cosas de aquel modelo político que fue la Transición. Pero al final se lo ha llevado a la tumba.

Nos quedaba ir un día a comer a ese paraíso de la carne que es San Vitero, en la Zamora profunda de Aliste, que teníamos pendiente desde hacía años. Pero llegó la estocada de la pandemia y ya después no volvimos a ser los mismos, mientras sus fuerzas mermaban, aunque no sus ganas de vivir y seguir deleitándonos con su magistral pluma. Y siempre, al despedirnos quedaba la coletilla, “a ver si vamos pronto a San Vitero”. Cualquier día de estos iré a San Vitero para brindar por ti, porque fue un tío cojonudo y siempre amigo que me dejó beber de las fuentes de su sabiduría.

En Navidad, cuando le mandé el obituario -me tenía dada orden que le mandase todo lo que escribiera- de Higinio Luis Severino, me llamó para decir: “Paquito, el día que dejes de escribir todas estas cosas nadie las sabrá contar, porque los ahora ni las conocen, ni las quieren aprender”. Y después de un buen rato de conversación, antes de decir adiós me dijo: “Vente una tarde a merendar a Esteban Isidro”, pero bien sabíamos los dos que esa merienda nunca iba a consumarse, porque ya se asomaba al abismo del final de la vida, aunque con la bravura hasta tu último suspiro. El mismo que nos ha llenado de dolor cuando en esta amanecida de abril, bajo el escenario de una helada que es como puñalada para el campo, se ha ido. Y lo ha hecho sin siquiera esperar al privilegio de leer su columna sobre la llegada de ese espectáculo que es el concierto de las ranas en la ribera de La Valmuza que llega con la puesta del sol.

Paco Cañamero