Sangre, mucha sangre. Si por España fuese, la mar. Chari, María, Toñi, Manuela y la Pepa -esta última obraría maravillas en Cádiz dentro de unos años por nuestra libertad- salen con sus utensilios a hacer la vida imposible a cualquier “jodido franchute” en los callejones del pueblo y entre los olivos. Daoiz y Velarde se ponen a funcionar, a por todas con el guerrillerismo. España, como tantas veces en su longeva vida, quiere rock and roll con la vida de criaturas como moneda de cambio por unos intereses. Navajas y tridentes. Fuerza bruta y poca vergüenza. Y ante todo, ansias de libertad, uno de los bienes más preciados que la inteligencia nos permite en su organización como sociedad.

Doscientos ocho años más tarde, nuestro no demasiado ilustre y virtuoso gobierno, con sus secuaces “televomitivos”, tras esta época de nefasta gestión, censura e irresponsabilidades, empieza a ceder permisos al ciudadano autorizando las salidas de forma progresiva y responsable en los días venideros (¡OJO, que no es un bulo, no me denuncien!) haciendo que el ciudadano recupere sus libertades individuales gracias al Plan de desescalada.

La cuestión a comparar con la fiesta es la libertad. ¿Libertad? Libertinaje, a mi juicio. ¿Libertad? Libertad la de la fiera a la que amamos febrilmente.

Remontémonos al nacimiento del toro, criatura que nace en plena libertad a campo abierto, y que lleva una vida tranquila, campando a sus anchas por donde le apetece y libre de toda perturbación humana contra el animal, digno de una vida donde se gana el derecho a tal como animal que es, pues, dícese que todo derecho tiene un deber, y el deber en este caso será la muerte, la suerte natural de cada especie. Por esta razón, el animal merece una vida digna y no hay mejor ejemplo que el toro bravo para exponer la utopía del animalismo verdadero, que no el actual. Si es que nos deberíamos manifestar nosotros…

Tras cinco años de formación, adopción de trapío y hechuras, llega el momento de desembarcar en el ruedo, siempre desde la integridad para poder defenderse con sus armas en un cara a cara. Y a partir de aquí, comienza lo que me encanta definir como la metáfora de la vida. Nacer, madurar, pelear, ser peleado, morir.

Fíjense, queridos lectores, lo que es una lección de libertad: la que le da la tauromaquia al toro. Y de libertinaje, la que nuestros actuales dirigentes nos propician por su sumisión a las corrientes modernas, apatía por lo natural, genoma populista -parece que lo llevan en la sangre- y falta de valentía.

Amigos gobernantes, aunque probablemente no lean esto, ni se atrevan si pudiesen, sepan ustedes que lo que quiere el pueblo español en estos momentos es una vida que refleje un paralelismo a la del toro. Y eso mismo con vuestras maquiavélicas ideas queréis derrumbar, pues el amor nuestro por este gigantesco y asesino ente será eterno. Y no será eterno el bravo si por nuestro amor no fuese.

Espero pues, que este puñado de nucleótidos y proteínas os hagan sentir como a nosotros, los ciudadanos taurinos, mientras sigáis mandando: ansiosos de libertad.

Por Pablo Pineda

Valga la pintura de Humberto Parra para ilustrar el ensayo.