Uno piensa que ya está de vuelta y la lectora de Ciudad Rodrigo, en la carta que escribió el jueves, dice que conservo la capacidad de asombro porque me mantengo joven. Y esto halaga cuando uno acaba de cumplir 65 años y se supone que oficialmente debe estar ya jubilado ¡de todo! Pero es verdad lo del asombro, porque esta tarde después de comer en Portugal con mis primos de Valencia, la lluvia y el frío volvieron a encerrarme en la chimenea y no tuve más remedio que tragarme los distintos canales de televisión, escapando de una horterada a otra. Y vi un espacio de una inmoralidad vergonzante.
Creo que se llama ‘Flechazo’ y aunque aparentemente no es más que el encuentro de parejas desconocidas que en un juego de acertijos acaban pasando el fin de semana en un hotel de Andorra, en el fondo no es más que un puterío sin escrúpulos. La televisión ya nos tiene acostumbrados a la ridícula falta de pudor y estima personal de gentes que cuentan en público sus intimidades, sus problemas familiares o esa otra pachotada de ‘Lo que necesitas es amor’, donde la inconsciencia de algunos protagonistas llega a situaciones inconcebibles.
Lo del ‘Flechazo’ es más grave todavía. Es el encuentro de dos jóvenes que no se conocen de nada y si ganan el concursito salen derechos a una cama de matrimonio para acometer la animalada de darse un atracón a joder o pasar la violencia de sentir toda la noche la molestia de un culo extraño, sin que antes hayan vivido la ilusión del deseo, o los más elementales preliminares del galanteo. Siempre me ha dado mucha lástima de los hombres que se van de putas. De los que tienen el sentido práctico de resolver el deseo en el acto, previo pago de unos miles de pesetas. Se ahorran tiempo, gastos de cenas, viajes y todos los preparativos del romance. A lo mejor ésa es la única forma que tienen de poder estar con una mujer, pero me parece humillante para el que paga.
A fin de cuentas ella es una profesional y vive de su oficio. Pero él es sólo un pobre animalito sin valoración personal y sin la curiosidad de sentir el placer. Porque con las prisas el placer no existe. Lo del concurso de televisión debe parecerles fantástico. No pagan, y encima van a lo grande con viaje y hotel gratis. Lo de los chicos es más llevadero. Basta con ponerse caliente y tirar adelante. Lo que admira son las tragaderas de las chavalas. Irse a la cama con un desconocido, simplemente porque esté vistoso o macizo, le puede pasar a cualquier chica en una madrugada cualquiera, después de tomarse unas copas.
Pero así, en frío y en público, prestarse al papel de ‘señorita de compañía’ es como empezar la ‘carrera’ sin la disculpa de un novio que la abandonó, de un padre que la maltrataba, o de una familia insoportable donde se pasaba hambre, que es lo que te cuentan todas las putas a los diez minutos de conocerlas. Sobre todo eso de «a mí un sinvergüenza me buscó la ruina»… «Yo era una niña y no me daba cuenta de nada»… Estas chicas del concurso se van de puterío sin motivo que lo justifique, si es que perder la autoestima tiene alguna justificación. Lo más grave de todo es que, después de pasar el fin de semana en Andorra, vienen y lo cuentan. Y luego si ganan la segunda parte del enredo se van una semana al Caribe, en el mismo plan.
Como si fueran una pareja de enamorados, pero sin la ilusión de los preliminares. Van a tiro hecho. Y además los están viendo sus padres, su familia y sus amigos. Yo creía que la televisión debería ser una fábrica de sueños. Pero ya veis que muchas veces no es más que un sucio escaparate de nuestras más vergonzosas miserias. El mayor encanto de un romance en una playa de lujo es el desayuno, cuando ya pasó todo el desahogo físico y queda la ternura. ¿De qué hablarán en los desayunos estas parejas de la televisión?
Alfonso Navalón, abril de 1998