Dicen que las casualidades no existen, que es el destino con sus sorprendentes piruetas, que todo parece estar escrito de antemano y sólo seguimos sus códigos. Cuenta Alejandro Talavante, del fogonazo, de la fuerza luminosa que una tarde de toros; -al parecer era la primera vez que se asomaba a un ruedo-, le predispuso a querer ser torero. Y tuvo que ser, presenciando una actuación del mítico José Tomás lo que le insufló el veneno de la tauromaquia. ¡Y cosas de la vida, del destino!, con el transcurrir de los años, apareció Antonio Corbacho, el mismo que había preparado y lanzado a José Tomás, y también se hizo cargo del joven Alejandro.

Sabemos que el visionario Corbacho, sometía a sus toreros a una disciplina similar a los combatientes de guerra, en especial de los cinematográficos «samuráis». Si al final no se tenían muchas ganas por ser torero, lo lógico era dejar aquellas batallas tan cruentas. Por eso, aquél que superaba las tremendas pruebas psicológicas del ex-banderillero, se situaba en la pole de la escudería para batirse el cobre en los ruedos. Ciertamente, no sabemos si Antonio Corbacho quiso hacer de Talavante una réplica de José Tomás.  En sus comienzos nos lo parecía; y no sólo por el estilo vertical, hierático, omnipotente, tan en la línea tomasista; también había un componente en la puesta en escena, en los gestos preconcebidos, en una manera de interpretar el papel de torero ensimismado, como alejado, huidizo, casi secreto…

Antes de acceder a la filosofía corbachiana, Alejandro pasó por la escuela que más toreros está ofreciendo en los últimos años: Escuela taurina de Badajoz. Allí está Luis Reina, quien fuera el primer torero que recibió con una «larga cambiada» a un Victorino, y además en Las Ventas. Reina, también tuvo el atrevimiento de mostrar publicidad en sus avíos toreros, por injerencia de un excéntrico apoderado. Por pura lógica, aquello de la publicidad le duró un par de telediarios.  Precisamente, en esa misma plaza de Madrid, Alejandro provocó un tsunami con su toreo vertical y de pura quietud. Luego, a raíz de aquello, Antonio le preparó una alternativa que no tuvo un escenario de «champions league», sino la humilde plaza de Cehegín, en Murcia. Morante y Fandi oficiaron de padrino y testigo, respectivamente. Aquella «puesta de largo» del joven extremeño le supuso al romántico Corbacho una gran pérdida económica, al parecer.

A Corbacho se unió el empresario Juan Reverte, para así llevar la carrera del prometedor diestro extremeño. Con el tiempo, ambos desaparecieron, y el baile de apoderados se puso a funcionar, hasta llegar al todopoderoso Antonio Matilla,  con quien mantuvo diferencias y al final Alejandro decidió irse a vivir una temporada o año sabático. Que el toreo mexicano le aportó mucho, todos lo sabemos, de sus contrastados éxitos en ruedos de todo el orbe taurino también. Pero, en el toreo de Talavante destacan por encima de todo sus naturales. Y de naturales talavantianos me llegó este hermoso poema de un gran amigo, Rogelio Gil-Serna, artista polifacético: pintor, escritor, poeta, compositor y director de orquesta:

El natural de Talavante, en el centro justo del ruedo, es tan despacioso, tan lento, tan hondo y tan pinturero que delimita el espacio, que atemporiza el tiempo.

Perfecto de la muleta el vuelo, que afiligrana los tiempos con arabescos bordados rematados con el de pecho.

En el centro histórico justo del ruedo, el natural de Talavante, -porcelana, oro y percal- es pasión, pasmo, armonía, es «quejío» de cante «jondo».

Es palmeo bien arritmado, es valor equilibrado, -en el fiel de lo imposible- de la balanza, que pesa el arte y la donosura, el valor y la prudencia, de saber dónde terminan los terrenos del torero y donde empiezan los del Toro.

El natural de Talavante en el centro justo del ruedo es tan lento y despacioso, tan hondo y tan pinturero que concretiza el espacio, que atempora el tiempo;

El natural de Talavante es litúrgico ritual, victoria trascendental  del hombre sobre la fiera que, en el telar de sus astas entreteje la gloria, el triunfo, la oración y…

¡Hasta la muerte!…

Giovanni Tortosa