Si hemos establecido una analogía entre la Fiesta de los Toros y los espectáculos escénicos, es oportuno hablar del coro. En el teatro de la Grecia antigua, el coro representaba al pueblo. En los Toros el coro es el pueblo. En la Opera los comprimarios son los actores secundarios. En los Toros los comprimarios son los integrantes de las cuadrillas. En el teatro los utileros son los asistentes de los actores, equiparables en los Toros a los mozos de espada, los ayudas de estos, los monosabios y los areneros. Todos imprescindibles para el buen funcionamiento del espectáculo.

Todos tienen un papel determinado a lo largo del mismo y conocen bien su oficio, su colocación en la plaza y, en fin cuanto hay que saber para ejercerlo. Si los varilargueros adquieren su protagonismo en el primer tercio, los hombres de plata tienen la gran oportunidad de expresarse como artistas en el segundo acto. Cuántas veces en una corrida, el segundo acto es un mero trámite que da paso al último tiempo del espectáculo. Que no lo sea depende de lo que los subalternos estén dispuestos a hacer.

Hay nombres que han quedado en la historia como grandes artistas dentro de su gremio. Ahí está, Agujetas, El Badila, Camero, El Rubio de Quismondo entre los picadores; entre los peones de  brega y los banderilleros de lujo podemos citar al legendario El Blanquet, particularmente experto en bregar con los toros difíciles o Tito de San Bernardo, extraordinario banderillero que nunca se sintió inferior a ningún matador. De los que yo pude conocer en activo, el valenciano Paco Honrubia, excelente, El Vito, todo un maestro, Bojilla, alto y un poco desgarbado tan bueno con el capote de brega como certero con los garapullos. Y qué decir del portugués Mario Coelho, finísimo banderillero al que, en su día, escribí un pasodoble.

En las tardes de los años setenta, asistir a una corrida y ver en el callejón a Rafael Corbelle me hacía arribar la esperanza de ver algún buen segundo tercio. Corbelle era un torero de pies a cabeza que sabía lucirse en banderillas pero que también manejaba con solvencia el capote tanto a dos manos como a una, cerrando al toro en tablas o arrastrándolo hasta donde le pedía el matador. Sin un pase de más. Ya se sabe que para la lidia el mejor capotazo es el que no se da. Como dicen los versos de Rafael Duyós

                                     “el arte del peón es ese:

                                       estar sin estarlo”

 En el momento presente es cierto que hay sangre nueva en las cuadrillas, jóvenes subalternos muy dispuestos a hacer las cosas bien. Su juego con los rehiletes es un espectáculo que justifica el canto a los brazos ágiles, a los quiebros sorprendentes y al “asomarse al balcón”. Morenito de Arles y Fernando Sánchez, de Talavera de la Reina son dos buenos ejemplos en nuestros días.

Aquel inolvidable matador que, pese a su juventud, fue uno de los hombres que más sabía de toros, Joselito El Gallo, decía que la suerte de varas era imprescindible para la lidia, y que, por el contrario, las banderillas perjudicaban la embestida del toro pues no pocas veces le hacían cabecear, aún sabiéndose el mismo un experto banderillero. Hay muchos matadores que piden a sus peones dejar los palos algo traseros, para no desfavorecer la embestida del toro y estorbar menos los pases de muleta. Cuando vemos que un banderillero pone los rehiletes muy traseros, no pensemos necesariamente que se le ha ido la mano. Es probable que haya obedecido una orden de su jefe de filas.

Los novilleros y los jóvenes matadores harán muy bien en dejarse aconsejar por los veteranos hombres de plata, pues suelen ser un pozo de sabiduría en el conocimiento de los terrenos del toro y otros secretos de la lidia.

No es muy frecuente, pero alguna vez sucede que las banderillas son algo más que un lance cuerpo a cuerpo del hombre con el toro. Es cuando éste es condenado a banderillas negras. No sólo es la mera cuestión del color de los adornos sino que los arpones son más grandes para poder suplir en parte el castigo de un toro que se negó a ir al caballo. En realidad no sé si el castigo es semejante a una vara, mas bien es un desdoro, una nota negativa para la ganadería. En realidad esto ocurre muy pocas veces.

Sí sucede en otras ocasiones que es el propio matador quien toma los palos. Aquello se transforma entonces en una fiesta. Suena la música, y el espada, dejándose ver, ejecuta lo mejor de su repertorio. Ahora bien, el matador está obligado a poner unos pares de riesgo, capacidad y elegancia. Lógicamente no puede limitarse a unos vulgares embroques con el astado, sin gracia o carentes de mérito.  El matador siempre tiene que estar “en maestro”.

De gran belleza es sin duda este segundo acto, al que quizá debiera prestársele mayor atención para que deje a ser, en ocasiones, un mero trámite. Al tercio de banderillas le han dedicado poemas y composiciones los más ilustres poetas y músicos españoles. Por algo será. Me viene a la mente una hermosa pieza para guitarra de mi buen amigo José Mª Gallardo del Rey, sus “Banderillas de tinieblas”, obra inspirada en aquellas palabras del famoso “Llanto” de Federico.

De cuanto he comentado se deduce que el tercio de banderillas, este segundo acto del festejo escénico, tiene su importancia y su belleza. Si el matador invita a su subalterno a destocarse para que reciba el honor de la ovación del público, no estaría mal, asimismo,  que tomara buena nota del comportamiento de aquellos peones tumbones que dan poco brillo y pensárselo bien si le conviene seguir llevándolos en su cuadrilla.

El Director, batuta en ristre, hace la señal conveniente. Es el Presidente que marca los tiempos. A su gesto se abren paso clarines y timbales poniendo punto final al tercio de banderillas. Estamos ya ante el tercero y definitivo acto.

Francisca García

De entre los personajes aludidos por nuestra compañera, en las imágenes vemos a Rafael Corbelle, Bojilla, Mario Coelho, Morenito de Arlés y Fernando Sánchez.