Lo vivido ayer en Sevilla no me conduce a otro lugar que a concluir que esa no es mi Fiesta. No es mi Fiesta la que me pretenden imponer. No es la Fiesta de la que ciegamente me enamoré un día que no recuerdo, porque no me consta una sola noche en la que no haya soñada con un natural, con un puyazo o con un par de banderillas saliendo andando de la cara del toro.

La Fiesta de los Toros ha entrado en una profunda decadencia que la llevará irremediablemente a su desaparición. Sin embargo, su condena de muerte hace mucho tiempo, demasiado, que está firmada. Se firmó el mismo día y a la misma hora que murió el romanticismo, la autenticidad y la pureza. Casualmente, en esa misma fecha se repudió al aficionado, en pro de un público ocasional, perdiendo el primero el protagonismo que indiscutiblemente le corresponde.

El toreo, como el amor, es un sentimiento frenético, desbordado y apasionado, y como tal necesita cuidarse, pequeños detalles que lo convierten en eterno. ¿Y quién mejor que un enamorado para mantener vivo el amor? Nadie. Lo mismo ocurre en esto de los toros. El aficionado, ese que con su señora (o esposo, no me tachen de machista) se discute a principios de febrero y se reconcilia en octubre, el que tiene su estante con libros de toros, acude al bar a diario con tal de cruzar cuatro palabras sobre su pasión con el primero que encuentra y que no asiste a una corrida de toros, sino que peregrina a la plaza. Pues en este caso, el enamorado es el más maltratado. ¿Hacia dónde deberíamos caminar? El ejemplo de Francia.

Solo hay un elemento esencial de la Tauromaquia más maltratado que el aficionado: el Toro. Sí, el toro. Ese animal mitológico que encarna todas las pasiones mediterráneas se reemplaza por un ser robótico, vacío de alma y de personalidad, alejado de todo lo que le dio, en su día, la grandeza que le corresponde. No es que sea catastrofista, sino que me remito a la mismísima realidad. El toro indultado ayer encarna ese papel secundario al que lo han desplazado, a la sombra de su matador. Animales que corren detrás de la muleta sin demostración alguna de poder y de bravura, con menos maldad que una hermana de la carudad. El tercio de varas ha quedado relegado a un mero trámite, lugar donde se lucía la condición instintiva y contranatura del toro: la bravura. Y así podría seguir, pero me extendería demasiado… En definitiva, si no hay toro, nada de esto persistirá.

Por eso, quiero recuperar al toro bravo y quiero reafirmar mi amor la Fiesta de los Toros.

 

Por Francisco Diaz

Fotografia y agradecimiento a Cristina Quicler