Dicen que lo clásico es clásico, precisamente, por no pasar jamás de moda. Todo aquello que en las artes se clasifica como clásico es intemporal. No muere con el tiempo. Por eso, por mucho que pasen los años, que las generaciones se sucedan unas a las otras, algunas formas, algunas expresiones y algunos aromas provocarán siempre los mismos sentimientos y sensaciones en aquellos paladares más finos. El toreo de Diego Urdiales, su torería y su elegancia pisando con majestad el ruedo, de color albero o de la tierra más oscura, provoca en el aficionado esa extraña sensación, tan difícil de describir como estar enamorado. Yo aún no sé porqué ni el qué.

En una de esas ciudades taurinas por antanomasia, cuyo nombre resulta indisoluble al de los toros, al de una afición recia y entendida, pero también agradecida, Arnedo, nació, un 31 de mayo, Diego Urdiales Hernández. Torero de menudo cuerpo, pero de inmensurable valor. Respetado y admirado por la afición más exigente del orbe taurino, desconocido, en un primer momento, en los círculos más ocasionales. Fue Francia y el norte español, aquellos del Toro-toro, quienes lo descubrieron, confiaron en él y, por consiguiente, más lo gozaron. Sin embargo, una miel tan fina no siempre se sirve en los mejores restaurantes, ni en los mejores platos. Madrid y Sevilla han prescindido de su presencia en sus respectivos ciclos no perjudicándolo a él en exclusiva, sino a todos los que, un día soñamos con ser toreros. El precio de la independencia.

Torero no solo en su ocupación, sino en las formas, las “hechuras” y la filosofía de vida. Como decían los antiguos: torero hay que parecerlo, no solo serlo; o torero dentro y fuera de la plaza. Precisamente, es esa filosofía, la más pura y verdadera, como su toreo, la que lo hace grande. Sigue siendo un mirlo blanco en cuanto a quien dirige su carrera: el banderillero Luis Miguel Villalpando, de Villalpando. Pasó por las grandes empresas, pero volvió a la senda en la que siempre creyó.

El toreo del riojano es muy difícil de describir. Para sentirlo, hay que verlo. Mediante su expresión permite demostrar que con todos los encastes es posible componer, siempre pudiendo y dominando, no solo acompañando. Ello lo demostró con “victorinos” y “adolfos” en Bilbao y plazas francesas. Una de las obras en las que se rompió, se desgarró, fue en Madrid, con “Sevillanito”, de Don Adolfo Martín, en un mes de octubre. Y qué decir tienen las faenas a los “núñez” de Alcurrucén en Bilbao: “Favorito” y “Atrevido”. Matías encarnó en ambas tardes lo que antes me he referido.

De excelente toreo a la verónica, sobrio y puro, sin deformar las formas, sin buscar expresiones más barrocas. Con el capote recogidito, como tantas tardes se vio a Curro, por eso le gustará. Zapatillas asentadas y clavadas en la arena, muestra de entrega, valor y seguridad. Peso del torso sobre los riñones, deslizando su cintura al galope del toro. Con armonía, barbilla encajada en el pecho. Desplazando la mano de fuera, pudiendo con la de dentro. Y media abrochada en la cintura.

¿Con la muleta? Una izquierda de cortijos. Siempre ofreciéndole el medio pecho, el corazón, con lo que dicen que se quiere. Nuevamente, atornillado sobre las manoletinas, ofreciendo el vuelo, la bamba, de la muleta para abarcar, embeber, la embestida, y así llevarla hasta donde los riñones lo permitan, para vaciarla por debajo de la pala del pitón con un sutil toque de muñeca. El toro enroscado al cuerpo, al más puro estilo de un tango argentino. Inicios y cierros de faena distintos, únicos, que evocan a otras épocas pasadas, recordando a muchos, de todos un poco.

Por Juanje Herrero

Fotografia Andrew Moore