En los tiempos actuales, donde todo es cuestionado, máxime una tradición milenaria como son los toros, es necesario armarse de valor y, en la medida de lo posible, cargar la suerte frente a la animadversión que persigue a esta noble práctica. De ello tratarán las siguientes líneas, de la defensa del toreo como práctica artística, tras las cuales, admiradores o detractores, no podrán negar el sentido artístico que envuelve al arte del toreo.

Como por todos es sabido, el concepto de arte varía históricamente, de modo que lo que hoy es entendido como arte no se consideraba como tal en épocas pasadas. De ahí la dificultad para proponer una definición completa o definitiva.

El concepto de arte, al igual que el toreo, ha evolucionado con el paso del tiempo. Desde una primitiva definición en que lo consideraba como una habilidad o destreza basada en el conocimiento de una reglas o preceptos determinados, hasta la definición ilustrada en que se hacía hincapié en la producción de belleza. Ambas variables se aunarán en el toreo a partir del siglo XIX en el que su máxima consistirá en someter al toro mediante unas reglas básicas de la manera más bella posible. No obstante, y contradiciendo a M. Weitz, quien considera que “es imposible establecer cualquier tipo de criterios de arte que sean necesarios y suficientes…”, estableceremos una serie de rasgos distintivos que califican cualquier obra o actividad como arte y su relación con el toreo, concluyendo con la respuesta afirmativa de la cualidad artística del mismo.

En primer lugar, como ya hemos dicho, todo tipo de arte se encuentra sometido a unas determinadas reglas. El toreo, como no podía ser de otro modo, se dota de sus propios preceptos o normas, las Tauromaquias, desde 1796 en que apareció la Tauromaquia de Pepe-Hillo o, la ya más completa y amplia de Francisco Montes Paquiro, de 1836. La de Paquiro se trata de la obra capital en el desarrollo de la formulación de la preceptiva taurina, donde la principal novedad radica en que, si bien la tauromaquia continúa siendo defensiva, se consolida el concepto de suerte lucida, y aparece la idea de lo bello. Esta será junto con la Reforma del espectáculo, tercera parte de su tratado, las partes de mayor consideración, pues encontramos ya un espectáculo ordenado y sistemático.

Aparte de los Reglamentos, que verán la luz desde el año 1848 (el de la plaza de Cádiz, redactado por Melchor Ordóñez) hasta el actual de 1996, lo que nos interesa son las normas o reglas que rigen el arte de torear, es decir, las Tauromaquias. Dicho de otro modo, para que el toreo sea considerado artístico, ha de realizarse bajo unos preceptos que podemos resumir en los siguientes: parar, templar y mandar, cargar, citar y ligar.

En definitiva, lo que nos interesa subrayar es la existencia de unas reglas fijas en el toreo, las cuales, aunque recogidas en el siglo pasado, han ido parejas a la evolución del mismo y sobre las cuales orbita su consideración como arte, ya que únicamente a través de ellas podemos considerarlo como tal.

En segundo lugar, el arte ha de producir belleza. Partiendo de la premisa anterior, es decir, de la realización del toreo bajo los preceptos comentados, debe aparecer la belleza, la cual ha de encontrarse sólo en aquellos objetos cuyas partes mantengan una relación entre sí. En otras palabras, la belleza depende de la disposición armoniosa de las partes.

Por tanto, el toreo sí produce belleza en cuanto, gracias a las normas o reglas apuntadas, consigue una simbiosis, un baile armónico entre opuestos, toro-torero, animal-persona, instinto-razón…de modo que, lo que por separado no pueda parecer bello, en su unión se convierte en concepto de belleza.

A su vez, el arte representa o reproduce la realidad a través del concepto de mimesis. Una de las primitivas funciones del arte es imitar a la naturaleza, y en este aspecto, el toreo no iba a quedarse atrás. Más allá de las concepciones simbólicas con las que, desde sus orígenes, se relacionan con las corridas de toros, podemos afirmar, sin equivocarnos, que el toreo es el arte que con mayor sinceridad, transparencia y veracidad reproduce la realidad. Y lo que es aún más importante, desde sus orígenes hasta la actualidad, el toreo como representación o imitación de la realidad se transforma, del mismo modo que los emperadores romanos, en autoridad para decidir sobre la vida o la muerte de los dos seres que en el círculo del ruedo se hallan durante el natural encuentro. ¿Qué hay más veraz, natural, que la vida y la muerte? Por tanto, si el arte, mediante la mimesis, trata de representar la naturaleza, el toreo, con el continuo ballet entre vida y muerte, máximas representaciones de lo natural, no puede dejar de ser considerado como arte.

Otro de los rasgos distintivos del arte es crear formas, es decir, dotar a la materia y al espíritu de formas cuyo resultado sea considerado como artístico. En otras palabras, nos referimos a la póiesis o acto creativo. En nuestro caso la materia estaría representada por el bravo y furioso animal, mientras que el hombre pondría su espíritu al servicio del toreo para crear arte.

¿Cómo llegar a ello? En primer lugar, el torero provoca y atrae sobre sí una fuerza bruta como es la embestida del animal y, cuando llega a él, mediante el temple, la domina y acompasa, transformándola en lenta y suave armonía; si además lo hace de una manera correcta, apoyándose en las categorías vistas en un principio, actúa sin que se desperdicie nada de la furia del animal, integrándola en la producción artística que se consigue con cada pase. Aquí tenemos la transformación de la materia que el artista, el torero, consigue valiéndose únicamente de técnica y temple. En segundo lugar, también se intenta dar forma al espíritu. ¿De qué manera sucede esto en el toreo? Juan Belmonte afirmaba que “el toreo es un ejercicio espiritual: si quieres torear bien olvida que tienes cuerpo y torea con el alma, como se sueña, como se juega, como se canta, como se baila, como…se vive”. Y es que la convivencia cercana a la muerte, esa cercanía con el Mas Allá dota al torero de un sentimiento de profundo acercamiento a lo verdaderamente real, al origen mismo de toda potencia, lo que le lleva a elevadísimos niveles de sensibilidad espiritual que difícilmente otro artista podrá llegar a alcanzar.

La expresión, así como la producción de experiencia estética, son otros dos caracteres con que ha de contar toda actividad artística. Es innegable la existencia y el valor de ambas en el toreo. Mediante la primera, el torero expresa con su arte una serie de sentimientos (artísticos y espirituales) y emociones con los que el público empatiza de manera casi mística, ante los que la experiencia estética, o el efecto que el toreo produce en el público, receptor en este caso de la obra artística, llega a cotas indescriptibles.

Hablamos de experiencia estética en relación a los aficionados que llenan los tendidos de los anfiteatros o escenarios de arte que son las plazas de toros. Sin embargo, ¿se produce experiencia estética ante aquel público contrario a esta práctica? La respuesta es afirmativa ya que toda experiencia artística produce un choque. Si para el público del que anteriormente hablábamos dicho choque es positivo, pues produce una empatía casi mística o espiritual, ocurre lo contrario para los detractores de la Fiesta, siendo los mismos portadores de sentimientos de animadversión, repulsa o rechazo. Choque positivo en el primer caso, negativo en el segundo, pero, en resumidas cuentas, el toreo impresiona tanto a propios como extraños.

Todo lo anterior carecería de sentido si olvidásemos que el arte es una actividad humana consciente, intencionada, que persigue la consecución de un efecto y un valor determinado, ya sea alcanzar la belleza, la gracia, la delicadeza o la sublimidad. Que el toreo es una actividad humana consciente está más que justificado, pues solo aquellas personas que podemos tildar de semidioses son capaces no solamente de transformar en arte la rudeza y primitivismo de la embestida sino, sobre todo, de domeñar sus propios instintos para lograr que su obra artística resulte lo más plástica y bella posible. En palabras del Monstruo Manolete, “debo dominar con mi arte los nervios que me dominan a mí”.

Llegados a este punto, podemos llevar a cabo una definición, más o menos acertada, de lo que hemos considerado como arte del toreo, la cual, como puede observarse, va más allá de sus definiciones tradicionales:

Actividad humana consciente en el que un artista, el torero, mediante la estética, construye y reproduce una obra de arte mediante el acoplamiento de la embestida del toro a su figura a través del temple; dicha obra de arte, como tal, deleita, emociona o produce un choque en el receptor de la misma.

El más largo aprendizaje en todas las artes es aprender a ver, reza un dicho popular, y en el toreo, como arte, también debemos aprender a ello. Defenderlo, apreciarlo, pero, sobre todo, respetarlo, ya sea como tradición, ya como experiencia artística, porque la misma constituye, como dijo García Lorca, la mayor riqueza poética y vital de España.

Álvaro Sánchez-Ocaña Vara

En la imagen vemos a Manuel Rodríguez Manolete junto a su novia Lupe Sino, uno de los diestros aludidos en este hermoso texto.