Una excusa muy común utilizada tanto por los taurinos como por sus leales para intentar desarmar las críticas de los no afines a su fe taurina, es echarnos en cara la exigencia en la búsqueda de la perfección en el toreo, como el afirmar que eso que pregonamos es un imposible, una quimera inalcanzable e inviable. Puede ser, quizá todo dependa de los que pisan el ruedo, de sus capacidades y de sus ambiciones, de si realmente buscan en su toreo acercarse a esa perfección y, por ende, hacer posible lo imposible.

Que hablando con aficionados que vivieron esto del toreo en otros momentos, épocas que aunque ahora parezca increíble, no están tan lejos en el tiempo, quizá lo que va desde el asentamiento de Ponce, la irrupción del Juli, los Perera, Manzanares y otros cuantos y la desaparición definitiva de José Tomás, aunque este siga haciendo sus contados bolos por plazas cómodas, agradecidas y llenas de entusiastas incondicionales a los que aún les dura el embrujo de sus días en activo. Pues con lo escuchado a esos aficionados y lo visto por uno mismo, lo del toreo era la mar de sencillo, simple como la vida misma, pero, ¡caramba! Poner en práctica esa sencillez era, y es, un imposible. La diferencia era que unos lo conseguían y otros no se atreven ni a intentarlo.

Quizá el natural sea lo más excelso, refinado, arriesgado y complicado del toreo, permitiéndonos dejar a un lado la suerte suprema, que lo es sin lugar a dudas. En esto del toreo al natural los cánones estaban claros cómo el agua. La pañosa en la zocata, cogida un poquito más atrás de la mitad del palillo, presentada plana y planchada, sin necesidad de escuadras y cartabones, que para el que lo quiere ver, no le hacen falta medidas. Se adelantaba al hocico del toro, a la distancia que fuera precisa, apoyando el peso del cuerpo sobre la pierna derecha, como si esta aguantara el mundo entero, la vida. Un toque, provocar la embestida del animal y una vez puesto el tren en marcha, en ese momento adelantar la pierna izquierda, esa que dicen de salida, poniéndose en mitad de las vías, en medio del viaje del que quiere comerse la muleta. Es entonces cuándo el peso del universo se traslada de una pierna a la otra. Que para simplificar, basta decir que es la pierna más próxima al toro la que debe soportar al hombre. Y llegado el tren a las cercanías del guadabarreras, desviando es trayectoria para evitar echar a volar, corriendo la mano lo justo para que el toro se frenara y avanzara en la justa medida en que este cree que va a enganchar la tela, trazar un arco alrededor de la cintura, bajando el engaño poco a poco, sometiendo, para despedir al mercancías detrás de la cintura, cuándo al toro ya le es imposible coger el engaño, si acaso, a ver en el siguiente natural. Y aquí caben dos caminos, uno, dar un pasito adelante con la pierna derecha y quedar colocado para el siguiente muletazo, sin que haya que corregir con las piernas lo que no consiguió la muñeca, o apurar tanto el muletazo que no quede otra que el forzado de pecho, tal y cómo entendía Belmonte que era la esencia del toreo al natural. Y así, tan simple, tan sencillo, pero tan difícil, vamos, un imposible. Pero, ¿y si resulta que esto del toreo se ha sustentado a lo largo de los tiempos en eso, en la conquista de lo imposible? ¿Y si el embrujo que cautivó a tantos aficionados a los toros era ese: vivir lo imposible, ver cómo un señor con un trapo en la mano volaba hacia la perfección?

Qué cosas, lo que fue el impulso, la atracción más irresistible del toreo, buscar la perfección, esperar lo imposible, ahora es motivo de reproche a los que se mantienen todavía firmes en esa esperanza. ¿Perfección? ¿Imposible? Quizá ahora lo veamos tan lejos, tan fuera del alcance de los oribes del toreo, porque lo que eran matadores de toros, así, con todo el orgullo y respeto, han sido sustituidos por “profesionales”, artistas, caballeros que quieren expresar, que quieren sentirse “a gusto” delante de la cara del toro. Pero, ¿quién puede estar a gusto ante un toro? Ante un toro, quizá nadie, ante un medio toro, pues eso, los profesionales. Y la consecuencia de todo esto es que los aficionados, los de otra época, no tienen otro consuelo que recordar y ayudados de manejos de manos meneadas acompasadamente, explicarnos y decir con nostalgia: Lo imposible lo vi así.

 

Enrique Martín

Toros Grada Seis