Se extinguía el siglo XX y nacía para el toreo, como tantos chavales más, un muchachito espigado, con aires de estudiante pero, en su fuero interno, se adivinaba un torero. Se llamaba –se sigue llamando a Dios gracias- Carlos Gutiérrez del Pozo que, con la anuencia de su padre quiso que el apellido de su señora madre resplandeciera con más ahínco que el Astro Rey, de ahí que en los carteles figurara como Carlos del Pozo.
Faltaba muy poco para que entrásemos en el siglo en que vivimos, es decir, a finales de los años noventa cuando, Carlos del Pozo, atraído por las connotaciones que para él representaba la figura de un torero y, auspiciado por la afición que le inculcó su padre por aquello de ser asiduo espectador y aficionado en Las Ventas, aquel chiquillo avispado muy pronto se alistó a las filas de la Escuela Taurina de Madrid en la que, teniendo como profesores a Gregorio Sánchez y Joaquín Bernadó, el joven madrileño ya sentía que tocaba el cielo con sus manos al lado de tan grandes maestros.
Carlos del Pozo aprendía con mucha celeridad, algo que celebraban sus profesores puesto que, en realidad, si se me apura, ese es el logro del que enseña, que el alumno aprenda cuanto antes mejor. Verdad es que, Del Pozo sentía el toreo en sus entrañas, no en vano, desde niño, su ídolo no era otro que Antonio Chenel Antoñete, al que el chaval pudo admirar, degustar, saciar su alma con el toreo del diestro de Madrid que, en su última reaparición en los albores de los años ochenta, el torero del mechón blanco dejó una estela imborrable entre la chavalería que querían ser toreros y, sin duda, entre la sabia afición madrileña que, de la noche a la mañana le idolatraron.
Decían sus profesores que, Carlos del Pozo no era uno más, que estaba tocado con la varita mágica del arte, un tesoro del que son propietarios una ínfima parte de los muchachos que aspiran a la gloria por el camino de la torería. El sueño ya estaba en marcha. De Pozo, auspiciado por las buenas críticas del profesorado no dudó un instante en hacer tapias, correr por el polvo de los caminos que le condujeran hacia donde había toros.
En su fuero interno, el chaval madrileño ayudaba a su padre en un kiosco de prensa que tenían en una céntrica calle madrileña; le ayudaba porque desde pequeño, el torerito en cuestión, sabía de las penurias que conllevaba ser torero, experiencia que había vivido junto a otros chavales, razón por la que no dudaba en echar una mano a su progenitor.
Pese a su juventud, por aquello del trabajo, quizás esperó más de lo debido para dar el paso hacia delante y hacerle a su padre la tremenda confesión por la que quería ser torero. Su padre, lógicamente, prendido por la afición que veía en su hijo y, sin duda, por la afición que tenía como tal, no dudó en darle a su hijo el consentimiento para que fuera torero, algo que como digo quizás empezó un poco “tarde”, pero no es menos cierto que estábamos hablando de un muchacho muy joven.
Carlos del Pozo es contemporáneo de El Juli, Curro Díaz, Juan Bautista, Alberto Álvarez, Martín Antequera y una lista muy larga de toreros de aquella época en la que, como vemos, quedaron muy pocos, pero fueron muchos los que lo intentaron. Algunos de sus coetáneos, no pudiendo saciar su hambre y su sed como matadores de toros, optaron por hacerse banderilleros que, para suerte de Carlos del Pozo sigue gozando de la amistad entre todos ellos.
Ya, una vez empecinado en la idea de ser torero, Del Pozo logró torear infinidad de novilladas sin caballos, casi todas ellas en la provincia de Madrid y pueblos aledaños, algo que le sirvió como una experiencia increíble para el desarrollo de su profesión, justamente la que, como decían sus allegados, cautivaba en sus actuaciones en las novilladas sin picadores, el duro aprendizaje para todos aquello que aspiran a la gloria y, Del Pozo no era una excepción, hasta el punto de poder debutar con caballos junto a Alberto Álvarez y Martín Antequera.
Un amigo, banderillero en la actualidad, en aquellos años, dado el caudal de torería que brotaba de las manos y sentidos de Carlos del Pozo, no dudó en ponerle el mote de “Paulita”, un nombre que jamás subió a los carteles pero que, sus allegados, al conjuro de su arte, no dudaban en compararle con el diestro gitano. Sin duda, lo que se dice porte de torero, el de Carlos del Pozo era idéntico al de Paula y, como sentenciaban los aficionados de aquellos años que tuvieron la dicha de contemplarle vestido de luces, el arte de Carlos podría equipararse con el embrujo del gitano de Jerez.
En el toreo son muchos los llamados y pocos los elegidos y, Del Pozo que había sido llamado como un gran artista, como ha ocurrido cientos de veces, un toro se encargó de apartarlo de los ruedos para siempre en la plaza de toros de Deva por tierras guipuzcoanas. Allí sufrió Del Pozo una gravísima cornada de la que tardó años en recuperarse; es más, veinte años después, el diestro todavía sigue teniendo dolores y molestias en su pierna. El hombre y sus circunstancias dijera en su día el maestro Ortega y Gasset y éstas fueron las que acabaron con la ilusiones de un torero que, en principio lo tenía todo; afición, arte, planta torera, don de gentes, torería aprendida en las entrañas del alma de Chenel al que tanto adoró y del que tanto aprendió en sus actuaciones en las que pude verle en directo, amén de los videos que Carlos del Pozo ponía una y mil veces en su casa de Madrid.
Como digo, Carlos del Pozo sigue viviendo en el sueño que jamás despertó para el gran público, pero que sigue alimentando su ser, su alma de torero que, en la actualidad, como gran aficionado es un lujo conversar con este torero que, sin más fama la que él se granjeó en las novilladas en las que toreó, su palabra sigue siendo ley para los jóvenes aficionados que, a su lado pueden aprender. Del Pozo se refugió en la vida misma, junto al trabajo, su razón de ser en la actualidad que, sin amarguras ni resquemores lo lleva a cabo con una ilusión desmedida, la misma que ejerció cuando quería ser torero.
En fecha pasadas nos cupo el honor de estar junto a Del Pozo en un tentadero al que había sido invitado y, pese a que el diestro jamás tocó la gloria como torero, cuando cogió la muleta y le enjaretó a una vaca unos cuantos naturales, muy pronto comprendimos que todo lo que de él se dijo en su momento, era la más pura realidad puesto que el torero de Madrid llevaba en sus entrañas la esencia del arte.
En la foto de fechas pasadas, vemos a Carlos del Pozo interpretando en natural.