Periodismo es algo más que contar las noticias que se producen en el mundo de los toros puesto que, las mismas, si se me apura, hasta la podemos leer en las hojas dominicales siempre y cuando el párroco sea un buen aficionado. Como digo, lo sencillo es contar las noticias, lo realmente complicado es contar la verdad, una máxima a la que nosotros nos aferramos siempre puesto que, como diría Facundo Cabral, la verdad es lo único que nos hace libres ante el mundo.

Habría mucho que discernir al respecto pero, mientras en el mundo del toro sigamos hablando de que existe un Toro y otro toro, a partir de este momento entra en escena la discusión en la que, para unos el toro con minúscula es el paradigma de la fiesta, para otros, entre los que nos incluimos, será el Toro con mayúsculas el que nos decantará la balanza hacia aquello que entendemos como la verdad.

Lo habré explicado miles de veces pero, para los incrédulos en materia intentaré insistir para reiterar de nuevo donde anida la verdad de la fiesta. La pregunta es inevitable. ¿Qué se siente cuando comprobamos que el torero disfruta en plenitud frente a un animalito inofensivo? Seguramente, en ese preciso instante nos invade la emoción si todo aquello ha resultado bonito pero, nada más; media hora más tarde nadie recuerda lo que allí ha sucedido.

¿Qué ocurre cuando, por ejemplo, en Madrid, por no decir Ceret, vemos la lidia de un toro de verdad en que comprobamos que la vida del diestro corre un serio peligro y, para colmo, el torero se está jugando la vida limpiamente, Arturo Macías podría ser un ejemplo de que decimos? Esa emoción es distinta, nada que ver con la lidia del medio toro porque, sin duda alguna, todos los aficionados de Madrid recuerdan la lidia de los toros, al margen de infinidad de lidias durante el año taurino, en el cierre de la temporada en Las Ventas en que, Colombo, estremeció a propios y extraños. Han pasado tres meses desde que se clausuró la temporada en Madrid y, sin lugar a dudas, todos los aficionados allí presentes nadie ha olvidado el suceso. Es cierto que, en dicha tarde, como en tantas, no había glamur, pero a falta de ese elemento vacío y sin sentido, estaba la verdad para sustituirlo.

Sabemos que estamos luchando contra un muro infranqueable que no es otro que la lidia continuada del llamado toro comercial que, como explicaba, puede emocionar de forma relativa, claro; pero que esa emoción es tan efímera con la gaseosa tras abrir la botella cuando, en realidad, lo que debe de prevalecer es el contenido de la misma que, en esta ocasión pasa a ser el toro de verdad. Fijémonos que, eso que llamamos eufemísticamente como encastes minoritarios, justamente ahí es donde radica la grandeza del espectáculo en su más pura acepción.

No falta quien argumenta que, dichos toros, por su configuración morfológica, la mayoría no embisten. ¿Acaso los de Juan Pedro y sus huestes embisten todos? Es cierto que muchos animalitos salen santificados pero, no es menos verdad que un gran porcentaje de esos toritos a modo apenas tienen fuerzas, algunos salen dando bocados y, al final, no sirven ni para que el torero se ponga bonito. ¡Vaya tragedia! ¿Verdad?

Lo peor de la cuestión es que, al respecto de nuestra lucha estamos solos; algo muy distinto sería si tuviésemos un canal de televisión donde poder explicar la diferencia en vivo y en directo. Seguro que, de gozar de dicho medio, logaríamos una revolución cuántica que, en definitiva es lo que le hace falta a la fiesta. Que dejemos en segundo plano los animalitos indefensos y que nos aferremos todos al toro de verdad que, cuando éste embiste, la emoción es indescifrable y, lo que es mejor, los triunfos de los toreros duran una eternidad. Lo repetiré e insistiré mientras viva pero, dos toros de Ricardo Gallardo, que no son de Celestino Cuadri por poner un ejemplo de dureza pero, como digo, dichos toros, con el argumento de su casta, lanzaron al estrellato artístico en Madrid a uno de los toreros más puros del escalafón que no es otro que Diego Urdiales.

Esa es la cuestión, la casta puesto que la misma tiene un peligro sordo que muchas veces no se palpa pero que existe, es como Dios, que nadie lo hemos visto, pero todos sabemos que nos vigila. Esos encastes minoritarios, en vez de embestidas cansinas y aborregadas, lucen la pureza de la casta, la que motiva, la que convence, la que emociona y por la que, como es notorio, los toreros se juegan la vida a riesgo de perderla como muchas veces ha sucedido. Será algo casual pero, ¿qué toro mató a Iván Fandiño? Que no se preocupe nadie, no era de Justo Hernández, para dicha del ganadero; era de Baltasar Ibán que, como sabemos, en dicha ganadería, la casta sigue siendo el primer fundamento.

Si alguien duda de nuestras palabras de las emociones que produce el toro de verdad, vean, por favor, el video de la corrida del pasado domingo en La México en la que, José Mauricio, declara a nuestro favor y lo hace enfrentándose a “Malagueñito” un toro de Barralva que pedía acreditaciones por doquier y que Mauricio se jugó la vida como pocos, incluso para sufrir varias cogidas espeluznantes de las que, a Dios gracias, salió ileso. “Malagueñito” como explico, mostró lo que es la casta, la emoción, la verdad en su más auténtica acepción y, por gracia del destino, un artista como José Mauricio se jugó la vida como hace años que no veíamos en La México. Sin lugar a dudas, José Mauricio, con su actitud, elevó la emoción hasta el más alto nivel, por ende, para darnos la razón de que el toro auténtico es el que produce emoción, que reparte cornadas y, a su vez, te lleva hasta la gloria porque las dos orejas que cortó el diestro capitalino tardarán muchos años en olvidarse.

En la foto, un torero auténtico jugándose la vida, José Mauricio.