Una persona llega a la plaza de Las Ventas, por citar una, y saca una fila 4 en sombra para la corrida de la tarde. Eso es libertad en un tiempo en el que la sociedad, «buenista», «ñoña», infantiloide e inmadura, que oculta la muerte por vergüenza de ella, por creerse dueña de su destino y querer también ser dueña de su vida, se ha hecho con el mando por la fuerza, características adoptadas debido al colonialismo e imperialismo cultural anglosajón que ha contaminado y casi destruido la rica cultura mediterránea. Una sociedad culturalmente moribunda y en la que impera la gran pobreza intelectual en la que se ha sumido ella sola.
Mientras, quién va a una corrida de toros, se enfrenta a la Parca y asume la vida y la muerte en un espacio de veinte minutos en el que un toro y un hombre se baten en duelo como dos héroes. El toro entrega su vida al torero y viceversa. No tiene elección el animal, efectivamente, pero tampoco la tienen esos ratones en los que están siendo probados medicamentos que, a lo mejor, ahora mismo están salvando las vidas de sus padres y otros familiares convalecientes por gravísimas enfermedades, ni la tienen los millones de animales sacrificados en mataderos cada día para consumo (cosa que el toro también sufre: el consumo).
Y no se equivoquen, taurinos, la tauromaquia no se defiende con política. La política es la fuente de la que emana la incultura hoy en día a través de la manipulación, la tergiversación y los mezquinos intereses de quienes hoy ostentan cargos públicos de importancia bajo las siglas de cualquier partido. Vox, PP y cía no son la solución, puesto que representan quizá la más rancia representación del mundo taurino, aquella en la que el toro deja de ser protagonista y pasa a ser un mero y pobre animal maltratado (No nos engañemos, esa es la esencia de su «defensa» del mundo taurino). Tampoco, evidentemente, lo son Podemos y sucedáneos además del PSOE, otrora amplio defensor del toreo. No. La Fiesta sólo se defiende desde su propia ética, desde la esencia y la pureza. Dijeron Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y Gregorio Marañón (tres grandes aficionados al toro), en un artículo publicado en El Sol el 11 de Mayo del 31, a raíz de la quema de conventos y monasterios por parte de los extremistas republicanos: «… Es el Gobierno de todos los que han votado la República, y tiene el deber tremendo de llegar integro y sin titubeos hasta el momento en que nos devuelva, instaurado, ya, el nuevo Estado: la República española. Porque de esto se trata estrictamente y no de anticiparse a calificar esa República con uno u otro adjetivo…» Creo que el fondo de esa frase es claro: no identifiquemos, en ese caso, el espíritu de la República con los actos cometidos por radicales. El caso del toreo es el mismo. Desde que terminara la dictadura hasta hoy, se ha hecho un uso partidista de los toros y constantemente se los ha calificado de ser de derechas, de ser rancios, casposos, anticuados (último término que en cierto modo comparto)… Se ha adjudicado la tauromaquia a un colectivo político al que le venía muy grande y está visto que no saben defenderla, como ocurrió en Cataluña ¿Y si de verdad, aunque sólo fuera por una «puñetera» vez, hacemos algo los taurinos por nuestra parte? Unidos, de frente y por derecho, sin delegar en externos, condicionados por intereses, nuestra propia defensa.
Vivimos un siglo que de luces tiene pocas y de cabezas pensantes menos (hablando siempre de nuestro país) y, en contraste, la tauromaquia obliga a quién la presencia a hacer introspección y buscar dentro de sí. Hace a la persona replantearse su existencia y resulta de ello su vida entera puesta en juego en lo que dura un aperitivo. Le obliga a pensar, lo cual parece ser un hecho infrecuente hoy en día, y a ir más allá de lo que ve: al simbolismo, al significado, a la esencia, a la emoción… A la substancia, que dirían los filósofos. Pone sobre la mesa el problema del sentido de la vida y el cometido humano en ella. Plantea justicia e injusticia, ética, moral, plantea un tabú que ha sido puesto en tela de juicio en todos los ámbitos de la vida y en todos los tiempos: la muerte pública. Y se preguntarán ¿Por qué la muerte pública? Porque es lo único que nos iguala, porque dignifica el acto de morir y más aún de ser sacrificado, porque hasta en ella hay belleza aunque aquellos que se oponen la tilden de cruel ¿O acaso no es de una belleza arrebatadora admirar cómo un grupo de leones caza y da muerte a un búfalo del Cabo, mientras éste lanza cornadas al aire plantándoles cara? La muerte en la plaza no es cruel sino clemente, es un final hermoso, al tiempo heroico y trágico, en el que el toro dominado, pero no vencido, muere peleando. Al final, el mundo y la existencia son una danza bailada entre la vida y la muerte con ritmo de vals, y hay momentos en que es la vida quién dirige y otros, los menos, quién la que lo hace es la muerte.
Defendamos la incultura con cultura, no con política. Atrincherémonos en el toreo como el bastión, en la batalla cultural, de quienes defendemos la libertad por encima de las imposiciones morales de quien, de manera hipócrita, pretende dirigir nuestras vidas.
¡Un brindis por el toreo!
Por Quesillo