Como quiera que la cara sea el espejo del alma, los toreros tampoco escapan de dicho axioma puesto que, pese a ser personas extraordinarias, tampoco dejan de ser hombres, de ahí que les analicemos como tales. Es verdad que, los toreros, como todo mortal, llevan escrito en su rostro la definición de su personalidad que, en ocasiones, aunque la quieran esconder, siempre resulta una tarea vana. Todos decimos algo con nuestros ojos en ocasiones para bien o a veces para mal, depende de muchas cosas pero, nuestro rostro, nuestra mirada, a fin de cuentas dice todo de nuestra personalidad.

A lo largo de la historia hemos conocido a muchísimos toreros que, mirándoles la cara, observando su rostro, sabíamos la personalidad que llevaban dentro. Si recordamos a Antoñete, pese a sus grandes condiciones como torero, en su rostro llevaba escrita la bohemia con la que vivía. En Niño de la Capea reflejaba una sonrisa permanente que, más tarde, era su seña de identidad, dentro y fuera de los ruedos. Emilio Muñoz, en la plaza y en la calle, teníamos la sensación de que venía de ser detenido por la policía por sus gestos agrios y malhumorados, cosas del miedo, pero era una verdad que aplastaba.

El Viti parecía que venía de un velatorio permanente. Roberto Domínguez, artista consumado, daba la sensación del gran profesor que había aprobado a todos sus alumnos. Manzanares padre era el icono del señorito andaluz habiendo nacido en Alicante. Rafael de Paula era el artista que pedía con gritos desgarrados que así se le reconociera, algo que decían sus ojos. El Juli lleva escrito en su rostro esa sensación agria que nada le beneficia puesto que, estando rico, parece que viva lleno de amargura, lo que suele trasmitir ante las gentes. Curro Díaz refleja el arte por sus ojos; desde lejos se adivina, en la plaza y en la calle que es un artista. Paco Ureña quiere trasmitir lástima con sus gestos que, en realidad, no le ayudan para nada. Antonio Ferrera es el prototipo del vencedor por antonomasia, algo que le ha costado muchos años. La chulería de Cayetano, sin que él lo pretenda, es lo que trasmite a los tendidos. Juan José Padilla era el héroe que todo conocimos, así, sin disfraz alguno. Juan Mora, con su rostro serio nos viene a decir que debemos saber que, dentro de su persona, anida un artista singular, las pruebas así nos lo han dictaminado. El Cid era un hombre rudo de los campos andaluces, algo que no podía evitar con su mirada pero que, al final, nos dejó pasajes muy hermosos de su torería. José Tomás es la tragedia elevada al cubo, algo que lo dicen sus ojos y lo constata su bendito ser. Rivera Ordóñez era la imagen del señorito andaluz, aunque todos sabíamos que había nacido en Madrid. Finito de Córdoba nos dice con su mirada que todavía está vivo y que le quedan muchas cosas por decir en la tauromaquia. Ginés Marín, como sabemos siempre viene de entierro dada la faz triste de su mirada, por ello se ganó el apodo de el enterrador. Emilio de Justo trae en su mirada ese gesto de rebeldía que le hace grande como torero.

Paquirri llevaba escrita en su faz la tragedia que más tarde sucedería. Gómez del Pilar pide con sus ojos, con esa mirada que le desborda, que se le atienda como gran profesional que es. Juan Ortega tiene una mirada sincera, dando la sensación de no hacer nada y sabiéndolo hacer casi todo mejor que nadie. Lo de Morante no tiene calificativo porque, depende del día; si hoy no toca, ni las musas que le amparen tengan su día. Diego Urdiales tiene una mirada franca puesto que, sus ojos solo demandan la justicia que le corresponde. Jesulín de Ubrique nos decía con su mirada que era un cachondo mental, como ha quedado para la historia. Luis Francisco Esplá era un retazo de la tauromaquia eterna, así lo decía su mirada y de tal forma vive.

Todo rostro o mirada de un torero nos puede trasmitir distintas emociones pero, si se me permite, entre otros, quiero quedarme con la mirada franca, pura, leal y sincera de Manolo Escribano. Seguro estoy que, su mirada es la que no tiene recoveco alguno y, cuidado, no es que sea el más artista de los artistas, pero su franqueza cuando mira es todo un escaparate de la más pura sinceridad.

Le miras a los ojos y con su mirada te lo dice todo; podría tratarse de un mimo singular que, sin articular palabra dice mucho más que cientos de charlatanes. Pero se trata de un torero honesto que, sabedor de las cientos de batallas en las que ha intervenido y, a fin de cuentas, saberse triunfador de tales envites, con ello ya ha dicho bastante; un hombre que ha estado al borde de la muerte en varias ocasiones, citemos Alicante como punto de partida por aquello de haber vuelto a la vida.

Como digo, Escribano rezuma esa sinceridad tan aplastante que, aunque estuviera mal una tarde, visto sus ojos, para el aficionado entiendo que costaría mucho echarle un bronca, cosa que creo que no ha sucedido jamás. Nada deja por hacer, lo intenta todo con esos toros que asustan hasta el miedo pero que él, en tantas ocasiones ha sabido erigirse vencedor en batallas tan arduas como las que le invitan a participar. Entre tantos logros en su haber, recordemos a Cobradiezmos, el toro de Victorino que indultó en Sevilla y, sin duda, por aquello de ser el primer diestro en la historia de la tauromaquia que ha indultado un toro de Miura cuyo nombre, Tahonero, pasará a los anales de la ganadería de Zahariche.

Produce ternura su gesto humilde cuando, tras escuchar una ovación del respetable, con los brazos en cruz sobre su pecho y la reverencia con la cabeza inclinada hacia el aficionado como queriendo decir: “Hice todo lo que pude y sé ahora, júzguenme ustedes”. Mírenle a los ojos y verán un hombre puro y válido. Se llama Manuel Escribano. Es, sin lugar a dudas, la mirada más sincera del toreo.

En la foto, Manolo Escribano, el día que indultó a Tahonero, el toro de Eduardo Miura.