Treinta y cinco años de aquella fatídica tarde, de que Avispado saliera al ruedo (color de miel, como todos los que lucen de Despeñaperros para abajo) de Pozoblanco, armado con dos guadañas. Las de la muerte, sí. De Sayalero y Bandrés, anunciaba la tablilla. Esa tarde, Avispado se cruzó en el camino de Francisco Rivera Pérez, “Paquirri” en los carteles. Sesgó abruptamente sueños e ilusiones. Sin embargo, sirvió para que, con sangre, convirtiera a un valiente más en inmortal. Hoy se cumplen treinta y tres años que aquel recibo capotero se convirtiera en el último.

Indisoluble fue la faceta taurina y la mediática de este ilustre gaditano. Sin embargo, yo siempre lo recordaré por lo primero. La garra (dicho en terminología taurófila: la raza) siempre fue su carta de presentación. La llevó por bandera en todos los cosos donde contribuyó a la exaltación y realización del culto taurino. Torero poderoso, de los que embestía a los toros. De largo repertorio, brillando en el tercio de los garapullos. Propulsor de aquel espectáculo, si se me permite esta expresión, que a tanta gente llevó a los ruedos: los carteles de banderilleros.

Murió dando un ejemplo, que aún perdura, de hombría, agallas y querer. Dejando en este mundo su semilla en la sangre torera del menor de sus hijos “envenenados”: Cayetano. Sin duda, estaría orgulloso de esa raza y principios (tan menospreciados actualmente) que abanderan al madrileño.

No puedo acabar estas líneas, en las que pretendo, humildemente, homenajear al maestro, sin recordar a los dos acompañantes de terna: el Yiyo y el Soro. Los tres constituyeron lo que se ha llamado el “Cartel maldito de Pozoblanco”. Pues esa tarde no solo murieron los sueños de “Paquirri”…

 

Por Francisco Diaz