Han pasado más de veinte años desde que el torero vallisoletano Roberto Domínguez se retirara de los ruedos. A pesar de haber sido un torero poderoso, lidiador muy técnico; también torero de grandes exquisiteces, ha pasado a la historia por hacer del descabello toda una suerte vistosa y llena de magia. Cada vez que recordamos la escenografía que Roberto creaba alrededor del toro, no podemos comprender que después de él, nadie haya intentado recrear esa «suerte» tan repleta de emoción, estética y que provocaba un enorme deleite en los públicos.

Nos cuesta creer que pasados esos años, -y que sepamos nosotros-, ningún novillero ni matador haya al menos, intentado versionar lo que Domínguez había convertido en un momento trascendente de la lidia. ¿Será por el riesgo que conllevaba quedarse sólo delante del toro, sin la asistencia de la cuadrilla; hacerlo en terrenos alejados de las tablas?  La puesta en escena era tal, que aunque fallara con el golpe de «verduguillo» el público le aplaudía. Cierto es, que rara vez erraba, ya que su concentración, cercanía al astado y un conocimiento exhaustivo de la técnica hacían que su acción fuese absolutamente eficaz.

Al contrario de lo que sucede con otros matadores, cuando se trata de finiquitar al toro y les resulta hasta tedioso; en el caso de Roberto, la suerte del descabello se hacía omnipresente y si al matar había sido tan efectivo que no precisaba el descabello, entonces los aficionados sentían cierto desencanto, como sucedió en una corrida de Beneficiencia madrileña al estoquear un toraco de Samuel Flores, habiéndole cortado una oreja.

En los últimos tiempos siempre oímos los mismos argumentos acerca de la crisis taurina; y todo converge en la incapacidad empresarial para motivar al aficionado y público en general, también contamos con la escasa capacidad creativa de aquellos que lideran el escalafón.

La seriedad y autenticidad que percibimos en los pares de banderillas, de dentro a fuera que colocaba Esplá, ya no las veremos; ni tampoco la contundencia de un Víctor Méndes. Ni la forma majestuosa de citar de Antoñete o César Rincón, y desde las distancias que lo hacían. Con estos ejemplos no nos referimos a que los matadores actuales tengan que imitar a aquellos. Sólo pretendemos hacer hincapié en las calidades de un espectáculo, que otrora fue como el oro y hoy es sencillamente pura bisutería.

La corrida de toros como tal, se ha quedado en interminables, repetitivas y a veces insustanciales faenas ante toros domesticados; el tercio de varas sería el platillo con patatas fritas a modo de entremeses que apenas se aprecia, porque esperamos la llegada del plato grande. De la suerte suprema, mejor no hablar. ¿Para qué entrar a matar de frente y por derecho, si haciendo un «julipié» con telonazo incluido te van dar los mismos trofeos?

Hoy por hoy, correr los riesgos de Roberto Domínguez a la hora de descabellar no debe estar en la mente de los actuales oficiantes de la tauromaquia, aunque sus resultados eran espectaculares; -y nunca mejor dicho lo de espectacular. En cualquier caso, agradecer a Roberto, desde este medio, por haber sido un notable arquitecto en la historia del toreo, aunque sus estudios universitarios anduvieron por ahí mismo: la arquitectura.

Giovanni Tortosa