La decisión de Fernando VII de crear la Escuela de Tauromaquia de Sevilla constituye uno de los pasajes más controvertidos de la historia de la Tauromaquia. ¿Guardaba esta decisión relación directa con el cierre de las universidades?

A inicios del siglo XIX, el panorama taurino se hallaba desolado por la falta de los grandes maestros: la retirada de Pedro Romero en 1799 y la muerte de Costillares, en enero de 1800, y Pepe Hillo, en mayo de 1801, dejaron huérfano el cetro del arte de correr toros. Por si fuera poco, Carlos IV dicta en 1805 la Real Cédula que prohíbe la fiesta de los toros debido “a los males políticos y morales que resultan de tales espectáculos (…) que al paso son poco conformes a la humanidad que caracteriza a los españoles, causan un conocido perjuicio a la agricultura por el estorbo que oponen al fomento de la ganadería vacuna y caballar, y al atraso de la industria por el lastimoso desperdicio de tiempo que ocasionan en días que deben ocupar los artesanos en sus labores”. Hasta 1814, en que Fernando VII deroga dicha cédula, se suprimen las corridas de toros y novillos de muertes en todo el reino, salvo contadas excepciones. Será el rey felón quien, ante la ausencia de grandes maestros (destacaban Juan Núñez “Sentimientos”, Antonio Ruiz “el Sombrerero”, Juan León y Francisco Montes “Paquiro”) quien, por Real Orden de 28 de mayo de 1830 cree el Real Colegio de Tauromaquia con sede en Sevilla. Casualmente el mismo año en que se suspende la docencia en las universidades españolas con el único motivo de evitar la propagación de los acontecimientos vividos en Francia en julio de 1830. El gobierno español establece un cordón sanitario para evitar cualquier contagio democrático y lo primero que hace es suspender la enseñanza en las universidades del reino, aunque seguían realizando exámenes a aquellos alumnos que se presentaran y confiriéndose grados a quien los pretendiese y obtuviera las calificaciones requeridas. Tres años durará esta suspensión.

La creación del Gimnasio de Tauromaquia se debe a ese afán paternalista que caracteriza a cualquier régimen absolutista, haciendo concesiones de carácter populista que no supongan amenaza o riesgo alguno para su estabilidad. La razón oficial la expone a la perfección el intendente asistente de Sevilla, don José Manuel de Arjona, en su informe al ministro de Hacienda: “No es el caso examinar la cuestión de si deben o no correrse toros. En mi opinión cuantas teorías se oponen a este género de espectáculos tienen contra sí otras tantas de igual o mayor peso; y además vale mejor que se corran toros que caer en otras diversiones más crueles con que se distraen muchos vecinos. Dado pues, como necesario este recurso, es cierto el principio en que se apoya la memoria del conde (don Antolín de Cuéllar y Deladiez, conde de la Estrella, verdadero padre de la Escuela) para que el gobierno dirija prudentemente la afición de los que se dediquen a toreadores, y por medio de una metódica enseñanza de las reglas da que está sujeta esta profesión, se evite al público no solo el disgusto de presenciar desgracias, sino el temor de que por un orden regular puedan ocurrir por falta de la instrucción que en su arte va notándose en los toros”.

Se crea la Escuela de Tauromaquia en Sevilla por la existencia en sus alrededores de ganaderías de bravo así como por el clima propicio para una práctica al aire libre. Sus profesores son dos viejas glorias: Pedro Romero, de 76 años; Jerónimo José Cándido, de 67. Los alumnos pensionados serán diez.

En lo tocante a la enseñanza del precepto taurino, la experiencia demostró la inutilidad del intento, pues de los catorce alumnos que pasaron por la escuela solo tres lograron superar la mediocridad: Juan Yust, Paquiro y Francisco Arjona “Cúchares”.

Álvaro Sánchez-Ocaña Vara