A más de un aficionado neófito puede haberle llamado la atención la existencia de dos rayas pintadas en el albero, bien con blanca cal o tinte rojo. ¿Cuál es su función? ¿Cuándo se impusieron como precepto en los distintos reglamentos taurinos?
La respuesta a la primera pregunta es simple y llana: sencillamente que los picadores no sobrepasasen en la suerte de varas la línea más próxima a la barrera, y que el toro, una vez puesto en suerte, no supere la segunda, la más alejada del olivo. Es decir, la primitiva línea se trazó en el ruedo como salvaguarda para los varilargueros, que no deseaban verse obligados a abandonar el refugio de las tablas para buscar a los toros que habrían de picar en los medios. Impuesta en el Reglamento de 1923 para que no fuese traspasada por los picadores, su artículo 34 reza que “en la mañana del día en que haya de celebrarse la corrida se trazará en el piso del redondel, con pintura de color adecuada, una circunferencia concéntrica con la determinada por la barrera y a una distancia de cinco a siete metros de la misma, según el diámetro de aquel, cuya línea no podrán rebasar los picadores cuando se dispongan a la suerte”. Posteriormente, el Reglamento de 1930, cambia las proporciones. Entonces “(…) se trazará en el piso del redondel, con pintura de color adecuado, una circunferencia (…) de radio igual a las dos terceras partes del de la circunferencia del ruedo (…)”. A partir de este preciso momento es cuando los terrenos que ocupa la raya pasan a denominarse “tercio”. La distancia definitiva con la barrera quedará fijada en el Reglamento de 1962, dejándolo en los siete metros en que se mantiene en la presente norma, y tres metros entre ambas rayas.
La segunda linde es invención más moderna y derivada del hallazgo del peto. Se establece para la defensa de los toros y que estos puedan lucir su trapío en la suerte de varas sin ser masacrados impunemente. La raya de la bravura es novedad de 1959, surgida, dicen, por iniciativa y genio del maestro Domingo Ortega. Se estrenó en Madrid en abril del mentado año, estableciéndose como oficial, como su homóloga, en el ordenamiento de 1962.
Aledaños en el ruedo y confines en la vida misma ya que eso, o esto, de las rayas se ha convertido también en el dogma de nuestra existencia. La realidad que pretenden dirigida y controlada unos pocos para el moderno hombre de la caverna que, inmisericorde, no se cansa de observar las sombras que cubren todos sus sentidos y anhelos. El toro bravo se crece en el castigo, por ello su fiereza le impide atender a límites superfluos y artificiales. La masa, sin embargo, permanece tras la línea de seguridad, bien visible y próxima al callejón donde están protegidos a la par que amparados, al abrigo de las cornás que solo sufren aquellos que tienen la osadía de cruzar el límite que separa la gallardía del cerote. ¿Qué hay entre ambas? Físicamente, en el albero, tres metros. Metafóricamente, un abismo que se antoja insalvable para unos y otros. Despeñadero que, simple y llanamente, muchos no cruzan por la desacertada creencia de ser poseedores de todo lo necesario para este camino que es la vida. ¿Poseedores de qué? Poseídos más bien. ¿Para qué avanzar por un camino tortuoso en busca de la sublimidad del alma y el espíritu? ¿Por qué aquellos que quieren dejar atrás la lobreguez son masacrados sin piedad por un varilarguero que lleva en el castoreño grabado “progresismo y libertad”? Nos quieren dóciles, sumisos, mansos. En definitiva, alejados de la línea que mide la bravura y el genio pero próximos a las tablas, no sea que el rebaño comience a pensar por sí mismo y se produzca ese gran despertar que acabe con el mundo feliz del que ya formamos parte.
Álvaro Sánchez-Ocaña Vara