Señalaba Estrabón, a finales del siglo I a.C., que la península ibérica se asemejaba a una piel de toro extendida. No tienen más que vislumbrar un mapa para corroborar la intuición del considerado padre de la geografía. Ahora bien, la presencia de cabañas de bóvidos en nuestro territorio se remonta a una antigüedad mayor.

Los tratadistas no se ponen de acuerdo en sus criterios sobre el origen de los bóvidos en España. Encontramos, grosso modo, dos grandes teorías. La teoría monofilética, basada en un único ancestro común para el toro de lidia, el Bos taurus primigenius,  y la teoría polifilética, que defiende la descendencia del toro de dos formas primitivas diferentes, el Bos taurus primigenius y el Bos taurus brachyceros o longifrons. Con independencia que el segundo derive del primero, o no, todos coinciden en afirmar que el toro de lidia deriva de este uro primitivo.

Entre las muchas prácticas existentes sobre su origen, la más conveniente parece ser que los primeros antepasados eran originarios del valle fértil que formaban los ríos Tigris y Eúfrates. De ahí, las manadas emigrarían hacia el oeste: Polonia, Alemania, Francia y, definitivamente, España, refugio climático hasta en las peores épocas glaciares, especialmente en las llanuras aluviales, que favorecían el crecimiento y el desarrollo de pastizales con zonas arboladas.

Desde la Prehistoria contamos con vestigios de la importancia del toro para las sociedades del paleolítico superior. Como muestra, la capilla sixtina del arte paleolítico, Altamira. Aproximadamente en el siglo XV a.C., en el palacio del rey Minos, en Cnossos, aparecen los no menos curiosos frescos del juego con el toro. Nos referimos a la llamada taurocatapsia  o salto de los toros, actividad voluntaria que gozaba de una importante recompensa social. De vuelta a nuestro país, los toros de Guisando (s. IV- III a.C.) vuelven a poner sobre la mesa la importancia de este animal sagrado para los pueblos celtíberos, sacrificados en holocausto a sus dioses. Sin olvidarnos de las venationes romanas, luchas de toros contra todo tipo de bestias.

Hasta finales del siglo XVII no podemos hablar de ganaderías como tal. Existen algunas excepciones, como la Real Vacada de Aranjuez, creada en tiempos de Carlos I. Podemos afirmar que la cimentación de las ganaderías de reses bravas se produce en el XVIII, simultáneamente con la aparición de los primeros diestros de importancia.

La futura raza de lidia estaba adscrita a dehesas de montes comunales. Las juntas vecinales eran las que proporcionaban estos toros para el disfrute del pueblo. En estos tiempos no figura más referencia sobre los toros corridos en los festejos que el punto geográfico de procedencia: “toros de la tierra”, “toros de la serranía de Ronda”, “toros de los prados del Jarama”, etc. Es una constante histórica que los primeros proveedores de toros fueran carniceros, que elegían las reses entre las vacadas comunales para servirlas a los Ayuntamientos o Comisiones de festejos.

La formación de la raza de lidia tal y como se entiende actualmente responde a una acción continuada de selección de la bravura, siendo el objetivo básico durante siglos la mejora de la acometividad. La historia de la raza brava va íntimamente unida, como ya se ha comentado, a la historia del toreo. La demanda de toros fue aumentando y alcanzando precios muy superiores al valor de la carne, siendo, al margen del ámbito económico, atractiva su explotación por el reconocimiento social que se llegaba a tener siendo ganadero de toros bravos. Aunque todavía faltaba mucho para llegar a conseguir la especialización, ya se empezaba a hablar de “toros para la lidia”, “ganaderías de bravo”, “ganado de casta”, etc.

Durante el s. XV los proveedores de toros para las fiestas de los pueblos eran abastecedores ocasionales. La vinculación de la ganadería de lidia con las explotaciones agrarias no llegaría hasta finales del s. XVII y durante el XVIII. Por aquel entonces, la iglesia era poseedora de grandes latifundios donde pastaban grandes hatajos de reses, como los cartujanos de Jerez y Sevilla o el Paular en Segovia. Tras la desamortización de Mendizábal pasaron buena parte de las mismas a manos seglares. Ortega y Gasset sostiene que fue la burguesía la que comenzó a criar reses de lidia, mientras que otras fuentes sostienen que la crianza y selección la tuvo la nobleza debido, entre otras cosas, a la pérdida de protagonismo en la fiesta taurina en detrimento del pueblo. Es razonable pensar que la nobleza fuera quien comenzó a seleccionar las reses, pues eran los propietarios de las tierras y las vacadas: el Conde de Vistahermosa o Vicente José Vázquez son algunos ejemplos  destacados.

Después de la desamortización podemos hablar de ganaderías de lidia que criaban, cuidaban y seleccionaban animales destinados solo a las plazas de toros. En un principio, la cabaña brava se encontraba reducida a distintas zonas aisladas e impermeables unas de otras, siendo su única relación la venta o intercambio de algún que otro semental. En la raza de lidia, en manos nobiliarias, fue común la “limpieza de sangre”, es decir, la consanguinidad, consiguiendo con esto la perpetuación de la casta a través de la unión de individuos de la misma sangre. Esto, según sus criadores, acrecentaba el poder, el trapío y la acometividad. Para conseguir la ansiada mejora, los ganaderos tuvieron que someter a los animales a pruebas funcionales que permitieran una mejor selección. Nacía así la tienta.

El auge y consolidación de ganaderías especializadas se produce, por tanto, en el siglo XVIII con el desarrollo y consolidación del toreo moderno. En 1905 se crea la Unión de Criadores de Reses Bravas, último eslabón en la profesionalización de los ganaderos, fundada para la defensa de los ganaderos frente a los tratantes de ganado bravo, por el daño abusivo de las puyas y por la oposición de algunos toreros a lidiar ciertas ganaderías.

En definitiva, el origen y desarrollo de la raza brava, como no podía ser de otra forma, va ligada a la historia del toreo, siendo este último la vara de medir que marque las características morfológicas  de las ganaderías en función de la demanda del tipo de toreo existente: con Belmonte, animal de embestida templada; con Manolete, toro con fijeza y humillación; El Cordobés, burel sin trapío, edad ni peso; actualmente, cornúpeta voluminoso, sin casta, que parece ir a pilas.

Álvaro Sánchez-Ocaña Vara