Aún en los años pasados recientes, en que la popularidad de la tauromaquia tuvo una importante caída, no dejaron de usarse expresiones de uso coloquial tan habituales que denotan la fusión que el pueblo español tiene desde los albores con el arte de torear. ¿De donde vienen, pues, “cambiar de tercio”, el “lleno hasta la bandera”, “a las primeras de cambio”, “entrar al trapo”, “parar los pies”, “echar un capote”, “coger el olivo” y cientos y cientos de dichos que se escuchan hoy mismo en personas de todas las edades? Vienen de la herencia que la práctica del toreo nos ha transmitido con la fuerza de los siglos. De algo que está en nuestra propia identidad, pese a quien pese. Por eso es muy difícil transitar contra corriente.

Viene al hilo este comentario porque hoy me he levantado sin saber cómo, repitiéndome aquella vieja expresión: “el tendido de los sastres”, algo en lo que no me había dado nunca por pensar detenidamente. El tendido de los sastres hacía alusión a aquellos aficionados, carentes de recursos que se ingeniaban para ver la corrida de balde o de baracalofi, locución adverbial que se trajeron los españoles de la guerra de Marruecos. Era, ver la corrida, bien desde el balcón de un edificio en las proximidades del coso, balcón que permitía ver el ruedo, o bien acudir a la puerta de arrastre por la parte exterior de la plaza. Esto daba ocasión al abrir las puertas, por un lado, escuchar el ambiente que se escapaba de dentro y ver salir los toros muertos, arrastrados por las mulillas y en tiempos más antiguos a los caballos muertos o heridos, con las tripas fuera y los sastres encargados de coserles la panza y mandarles de nuevo a la lidia. Era la época en que no existían las dependencias necesarias para estos menesteres en las plazas de toros. Para quienes no habíamos ido a la corrida y me pongo en primer lugar, a mis 8 o 9 años, asistir a ver salir los toros recién ajusticiados, confieso que suponía morbo, atracción, qué sé yo qué extrañas sensaciones. Y así era, porque, no atreviéndome a matar una mosca, me atraía ver al toro recién  muerto, caliente todavía, casi a mis pies, tal era la proximidad del animal totémico vencido por el torero en buena lid,  que ejercía sobre mí un poder de seducción  difícil de explicar.

Había también, de los de sin pasar por taquilla que se aupaban en lo alto de algún árbol, próximo a la plaza y desde su copa buscaban acomodo para ver desde allí la corrida. Circunstancia ésta que D. Gregorio Corrochano el gran escritor, testigo de la muerte de Joselito en su Talavera natal, que narra con sentida y magistral prosa en su libro QUE ES TOREAR, hace alusión y dedica unas líneas a este improvisado tendido de los sastres: “Una plaza de toros como hay muchas. La plaza apoyada en una ermita de la Virgen del Prado, como si fuera una monumental capilla donde rezan los toreros. Desde el tendido se ve la torre de la ermita, como desde la Maestranza se ve la Giralda. Los árboles de una alameda se asoman al ruedo y ofrecen localidad incómoda, pero gratuita a unos muchachos. Tampoco es cómoda y menos gratuito el asiento de las plazas”.

Con el paso de los años “el tendido de los sastres” me ha dado en pensar que puede tomar una significación añadida. ¿No puede ser el tendido de los sastres, el sofá de nuestros salones que nos permite ver a través de la televisión un importante número de corridas, novilladas y otros festejos taurinos? No gratis total, pero sí a un precio muy asequible. Ocupar un asiento en el tendido de una plaza de toros es ocasión que se nos permite sólo de cuando en cuando, por innumerables circunstancias que no valdría la pena enumerar. Naturalmente que al aficionado nos gustaría poder presenciar in situ muchas de las corridas que se lidian al año. Ver los toros disfrutando del ambiente, contagiándose de ese sabor a fiesta que se masca en el aire, el clamor, los aplausos, los gritos, los juicios y hasta lamentablemente a veces las ofensas, en fin, todo cuanto se vive en el graderío de una plaza de toros. No siempre es posible y ahí juegan un importante papel las retrasmisiones televisadas. No es lo mismo, dirán ustedes. Cierto que no. Las corridas de toros pierden mucho en algunos aspectos, pero ganan en otros. Si uno no se ha percatado bien de un incidente cualquiera, pero de cierto interés, no importa, los técnicos de la televisión echarán marcha atrás sus monitores y repetirán la secuencia o el incidente, incluso en cámara lenta. Desde este nuevo tendido de los sastres, puedes ver las caras de los toreros, en primer plano, sus expresiones, sus titubeos si los hay, el semblante del miedo de algún subalterno, la mirada desafiante de los toros, en fin, los mínimos detalles que nunca verás si ocupas un lugar en las localidades de la plaza. Pero por contra no podrás interaccionar como ocurre, entre el graderío y el ruedo. Tu voz no se escuchará, no podrás pedir la oreja por que tu pañuelo al aire no tendrá visibilidad, ni podrás abuchear para ser oído si en algo no estas de acuerdo. Serás un espectador pasivo, pero un espectador de primera fila. Y, además, en el cómodo asiento de tu hogar, podrás disfrutar de una tarde de toros montándotela como quieras: Con cervezas, refrescos, puros, cigarrillos, o con horchatas y fartóns, solo o acompañado y para mayor disfrute como lo hacía un viejo amigo, desplegando un mantón de Manila delante del sofá para apoyarse en él y sentir que estaba realmente en una barrera de la Maestranza.

Este año hay plataformas que ya han contratado con los empresarios un elevado número de festejos taurinos. El convenio entre las partes será ventajoso sin duda para ambos. No cabe duda de que aportan a quienes les es imposible desplazarse, una ocasión magnífica para seguir disfrutando de su gran afición. Me duele, sin embargo, que este tendido que acabo de bautizar, reste demasiado número de espectadores a las plazas, porque nuestra fiesta es algo muy vivo y los profesionales que se juegan la vida necesitan el calor del público. Es muy importante para ellos el estímulo, pues si todo el mundo lo precisa, más aún quien ejerce un arte difícil y arriesgado. No es suficiente vestirse de luces y hacer el paseíllo, hay que pensar que como todo ser humano, o más que cualquier otro, necesita una recompensa subjetiva, un elogio, un estímulo que premie su labor o su esfuerzo al menos. Que el torero pueda sentirse recompensado es un apoyo, sin duda, para el ejercicio de su profesión. ¿Cómo podremos si alguien o algo no nos insufla el impulso necesario, aceptar los retos que la vida nos puede poner por delante? Pues eso.

Francisca García