Hace unos días analizaba los pormenores del libro que Carlos Crivell había escrito en torno a El Cid y, ahora, ante todo, quiero quedarme con la filosofía con la discurrió la carrera del diestro de Salteras, todo un ejemplo de honradez que, su actitud, a muchos taurinos, hasta les parecerá cursi pero, a los aficionados, nos ha subyugado por completo el “recordatorio” de Crivell cuando nos dice cómo y de qué manera se ganaba los contratos el diestros sevillano.
De entre los que han sido grandes en la tauromaquia, solo recuerdo dos casos en que, ambos diestros, a primeros de temporada no tenían ni un solo contrato firmado, puesto que, en realidad, todo dependía de Sevilla y Madrid si es que ambas empresas tenían la gentileza de contratarles. Me refiero a Paco Ruíz Miguel y, en los últimos veinte años a Manuel Jesús El Cid. ¿Era el castigo que se les imponía a ambos porque no eran “guapos”? Nadie lo sabe. Pero lo que sí sabemos todos es que ambos diestros eran capaces de ganarse los contratos uno por uno como muy bien describió Carlos Crivell en el libro citado, refiriéndose a El Cid.
Ser figura, desde hace muchos años, representa la comodidad en todos los aspectos; desde tener firmadas cuarenta corridas de toros en enero y, sabedores de que la sangre Santa Coloma o Albaserrada no aparecerá en los carteles en que ellos actúan. Dicha circunstancia, de cara al aficionado, ¿es buena o mala? Yo diría que muy pésima porque, como mortales que son los toreros, ¿qué tipo de esfuerzo tienen que hacer a sabiendas de que todo está conseguido de antemano? Y, lo que es mejor, se puede triunfar o fracasar pero, a sabiendas de que no pasará nada, puesto que, al año siguiente, dicha figura entrará en todos los carteles del presente año en que ha fracasado.
Por el contrario, la carrera de EL Cid se cimentó sobre otros parámetros, entre ellos, la de la propia incertidumbre, puesto que, tras conseguir triunfos de auténtica apoteosis, muchas temporadas tenía que deambular por pueblos si quería sentirse en activo, puesto que, las grandes citas, sin que nadie conociera los motivos, era olvidado. Como digo, una perplejidad en toda regla que nadie era capaz de entender pero, el diestro, constante como nadie y convicto y confeso ante su quehacer, lidiaba los lances que el destino le entregaba a sabiendas de que, si había “sido” ¿cómo no seguir siéndolo?
Y, cuidado, que estamos hablando de un diestro que, en los últimos cinco lustros ha dado más gloria al toreo que la inmensa mayoría de figuras del toreo, entre otros motivos, porque El Cid era capaz de jugarse lo más preciado que tenía, su vida, todo en aras de que el aficionado gozase de su muleta y capote aunque, más tarde, en muchas ocasiones, se rasgaran las vestiduras por aquello de sus desatinos con la espada.
¿Qué se le puede objetar a un diestro que, entre tantísimos logros, ha estoqueado más de ciento cincuenta toros de Victorino Martin, por citar una ganadería legendaria? ¿Qué decir de sus tres citas en solitario con los Albaserradas en Sevilla, Madrid y Bilbao? Muchas, casi incontables han sido sus gestas, las que le han dado categoría auténtica y con las que nos ha obsequiado a los aficionados con su toreo cabal e inmensamente artista con su mano “diestra” que, a su vez, era, la izquierda.
Dicen que Madrid le adoraba hasta el fanatismo y, sin duda alguna, con toda la razón del mundo porque de haber acertado con el acero, a estas horas, en vez de dos puertas grandes en Madrid, estaríamos hablando de una docena de salidas triunfales puesto que, sus faenas, espléndidas y cabales allí quedaron cinceladas para siempre. Y como diría el anuncio, Madrid no engaña, de ahí el peso específico de esta bendita afición que, sabedores y conscientes de paladear lo bueno y lo auténtico, un día de la vida se quedaron con El Cid, así, hasta que el diestro se retiró.
En el toreo, aquello de hablar de la grandeza auténtica, de la verdad al más puro nivel, de la honradez profesional, para muchos son síntomas de “pobreza” pero, la gran realidad, como demostró Madrid, Sevilla, Santander, Bilbao, Francia y decenas de plazas, todas cayeron rendidas ante los valores de Manuel Jesús El Cid puesto que, como decía, siempre partía de cero para intentar llegar a la meta, lo que siempre consiguió.