Cuando ves llegar a los futuros toreros a las fincas te das cuenta que algo ha cambiado profundamente en la vieja historia de los maletillas que han quedado ya en el pasado del olvido. Llegan en sus coches acompañados del padre o del presunto apoderado con ropa de marca, zapatillas de deporte y nada que tenga que ver con la sufrida profesión que no sean los capotes y las muletas flamantes. Muchas veces hasta las vacas son de pago. Han sido contratadas previamente con el ganadero a veinte o treinta mil pesetas cada una como un capítulo más del presupuesto de la ‘carrera’ del chaval. Luego se da el contrasentido de ver las tapias vacías en las tientas normales cuando van las figuras o los toreros invitados, y al terminar la faena no hay ni un solo chaval para sacarle la decena de pases antes de soltarlas al campo. Es evidente que se ha perdido la afición, el sacrificio de los principiantes y todas las fatigas que se pasaban hasta llegar a la placita y pedir el número para que el ganadero les mandara salir.

Conrado sigue ahí como el último símbolo del pasado. Sigue ahí con más de setenta años y una señal en el hombro de llevar el hatillo por esas carreteras de Dios. Solitario, incansable, buscando la capea de un pueblo en fiestas sin ninguna gloria que esperar, pero fiel a su sino de darle unos muletazos al toro viejo, a la vaca de desecho o lo que salga por los chiqueros. A Conrado se le ha quedado el pelo blanco y la piel ennegrecida de todos los aires y todos los soles del campo y los caminos. Se le ha quedado el cuerpo como un sarmiento fibroso. No fuma ni bebe y come lo justo para sobrevivir. Vive como un espartano y duerme en un furgón abandonado a la entrada del pueblo, donde todos sus bienes caben en una mochila.

Se ha quedado en Ciudad Rodrigo como el último modelo vivo de la estatua del maletilla que hay junto a la fuente del Árbol Gordo. Se echa a la carretera sin necesidad de alzar la mano porque siempre se para un coche para llevarlo a Portugal o La Fuente de San Esteban, y cuando excepcionalmente no para ninguno, Conrado sigue indiferente al mundo haciendo su paseíllo solitario bajo el resol y los hielos. Y cuando no hay capea, el hatillo le sirve de ‘tapadera’ para comerciar con los cartones de tabaco rubio que le sirven para ganarse la vida, porque Conrado no sirve para dar ‘toques’, para humillarse a pedirle dinero a los señoritos o a los ganaderos. Una vez llegó un sargento nuevo a la frontera y le quitó el tabaco. Lo trató como a un contrabandista y hubo una oleada de indignación. Como si a todos nos hubieran hecho un ultraje porque Conrado es ya una institución, como una parte más del paisanaje y todos tienen el deber de respetarlo. Y el sargento nuevo no volvió a molestarlo.

Cuando llega el verano y los pueblos se amontonan en los remolques de los tractores, en los pocos cerros de labranza que se han salvado y en el increíble entramado de maderos para ver la corrida patronal, allí asoma Conrado por cualquier agujero de la talanquera con su vieja muletilla para dar su eterna lección de una tauromaquia simple y desnuda. Una faena sin arrogancias. El muletazo por alto aprovechando la querencia, con los cinco sentidos alerta para quedar colocado y el ojo puesto en la boca del burladero por si surge el desarme y llegar siempre antes que la cornada.

Sereno y sufrido, con la astucia de un gato montés, recorre toda la geografía de las capeas, duerme en los pajares y cuando suena el clarín ya está con la muleta descolorida dispuesto a enfrentarse al toro como un rito de su vida donde desafiar la muerte cada tarde se ha convertido en una costumbre biológica. Sin más. Cada toro que le sale a la plaza a Conrado debe parecerle el mismo, lleva ya cuarenta años sin esperar ni gloria ni dinero y sin temor a la cornada porque parece que no ha nacido todavía el toro listo que sea capaz de partirle la piel. Y cuando llega la noche y la plaza del pueblo se llena de fiesta, de baile y de borrachos, Conrado se va en busca de otro pueblo donde mañana volverá a salir el toro y sentirá el calor de las babas en el polvo de su camisa descolorida, como un retazo amarillo de la historia de las capeas.

No sé cuántos años faltarán para que una mañana de enero cuando los pinganillos de hielo cuelguen del árbol de la fuente, alguien descubra el cuerpo sin vida de Conrado dentro del furgón con la vieja muleta de sus sueños sirviéndole de almohada y de sudario. Y ese día, cuando ya no vuelva a hacer ningún paseíllo entre el polvo de los caminos, por las puertas de la eternidad pasará la última figura del maletilla.

Alfonso Navalón, junio 1997

Nota: La historia que nos cuenta Navalón hace casi cinco lustros sigue siendo la misma que en los momentos actuales, con la diferencia que, Conrado, el maletilla eterno, para nuestra fortuna, sigue vivo entre nosotros. Un hombre que ha sido tan grande entre su gremio que jamás tuvo que utilizar su apellido, con el nombre le bastó y sobró para ser reconocido en España entera.