Estábamos en una comida de la Peña 21 de Logroño, donde se ejerce la riojanía con verdadero espíritu de hermandad y donde la afición al arte de torear está presente en cada instante a pesar del desencanto de los nuevos tiempos. Entre los 21 socios hay un médico aragonés que tiene ya las raíces tan hondas como las viñas y allí se casó con un pimpollo a quien casi le dobla la edad. Y este maduro vitalista gozador de los placeres cotidianos me dice una sentencia que le oyó a un viejo profesor suyo, que yendo a hacer unas oposiciones a cátedra se cruzó con una mujer y se olvidó de los exámenes. Al corazón no se le pueden echar años.

Es a los años a los que hay que echarle corazón. Hermosa lección de vida para los que tenemos la entereza de no teñirnos las canas y seguir viviendo al compás de los tiempos sin resignarse a ser espectadores de la felicidad ajena. Sin acomodarse a ver pasar los días apoltronado entre libros y recuerdos. Cada mañana es una invitación al imprevisto, a una locura nueva que sería pecado renunciar a ella.

Aquel médico aragonés se subió en el tren con cajas repletas de libros porque iba a Madrid para presentarse a las oposiciones a cátedra de Patología General. Algo decisivo para su futuro. Y llevaba tantos libros porque pensaba encerrarse en una modesta pensión estudiando día y noche mientras los jóvenes de su edad gozaban de los placeres de la gran ciudad mundana y amable.

El doctor Olivé Rubio subió a un discreto apartamento de segunda clase con su trajecito de buen ver. Allí estaba una mujer deslumbrante de la que quedó prendado nada más verla. Y ella se sintió arrollada por la personalidad del joven médico.

Nació un amor tan sorprendente como apasionado y el médico pasó por Madrid sin bajarse del tren y siguió junto a la mujer soñada hasta Sevilla. Allí rompió con todos los convencionalismos y vivió tres meses de romance, hasta que llegó una mañana que era imposible mantener aquel sueño y recogió sus libros para volver a Zaragoza esperando que convocaran otras oposiciones y marcharse a examinar a Madrid en un tren donde ya no estaría otra dama que le hiciera perder la cabeza.

Pero en sus largos años de eminente catedrático, después de casarse cuando ya rondaba los cincuenta, el recuerdo de aquella aventura de Sevilla estuvo siempre presidiendo sus sueños. Cada cual, (como dice la canción) acaricia cada día un poquito del tiempo que se fue. Puede ser una dulce melodía, un adiós sentimental o unos labios de mujer.

Y lo peor es que los años no te dejan esa coraza protectora de pasar de todo, de robar el huerto y olvidarte del huerto. A medida que pasan los años le echas más corazón y más ilusión a las cosas. No sé si seré propenso a la melancolía de los recuerdos dulces o que cada nuevo amor me parece un regalo del cielo, pensando que será el último, como un desolado adiós a la vida. El caso es que con la dulzura del otoño siento esas primaveras de un amor eterno que a veces es tan efímero como las hojas secas que se desmayan en el aire.

Alfonso Navalón, octubre de 1997