Hace tiempo que tengo entre los papeles la carta de un preso de Topas. Tres años de condena por la dichosa droga. «Dentro de una habitación de tres metros por dos. Es muy triste y muy duro. Los días se me hacen eternos y lo envidio porque usted es libre como los pájaros». Me pide un televisor de segunda mano, para matar el tiempo de su soledad. Hubo años que en casa había dos televisores medio arrinconados que se perdieron como tantas otras cosas cuando la vida se pone del revés.

Los presos siempre me han inspirado una pena profunda, quizá porque lo que más amo en esta vida es la libertad y tengo desde niño un terror casi patológico sólo de pensar que un día pudieran encerrarme en una celda. Creo que me volvería loco. Yo no sé si el preso García Mijares es un buen hombre o un ser peligroso. Sólo siento la necesidad de ayudarle a pasar esas horas interminables de la celda. Pero no tengo ese televisor ni ando ahora sobrado de perras para agenciarlo. Por si alguno de mis lectores tiene alguno arrumbado, o pasado de moda, me gustaría que me llamaran para mandárselo al preso de Topas, que a lo mejor estará pensando que echó su súplica en saco roto.

La vida está llena de situaciones dramáticas. Ahora me toca volver a vivir la zozobra de las persecuciones cuando estaba gozando de los años más apacibles que recuerdo. Vengo de poner una denuncia en el cuartel de la Guardia Civil. Llevo dos noches sin dormir apenas. Levantándome cada dos por tres a dar vueltas a la finca con los perros para ver si sorprendo al canalla que me anda haciendo tantas fechorías. Os contaba en la última crónica de toros que a pesar de echarme abajo las ruedas del coche una noche en Salamanca, todo estaba tranquilo en la finca y que de vez en cuando patrullaban las fuerzas del orden por si veían algo sospechoso. Pero simplemente me estaban dejando confiar. No sé cómo pudieron enterarse que el jueves me iba a Lisboa.

En la mañana del viernes, nada más abrir la portera, vi destrozado el buzón que acabábamos de hacer con un cuadrado grande de ladrillos forrado con piedra de musgo para que se amontonen las cartas rutinarias porque me paso las semanas sin abrirlas. Sólo leo las de los amigos. Después, al llegar al cercado de los machos, me habían mezclado los novillos con los toros. Y la pelea debió ser tremenda porque había dos novillos heridos, dos toros huidos después de reventar la pared y más de cincuenta metros de cerca de malla arrancada canallescamente porque los postes estaban recibidos con cemento y hace falta muchas ganas de hacer daño para cometer esa fechoría. En la mañana del sábado teníamos aparte seis añojos escasos para desparasitarlos y darle cuido especial. Aparecieron otra vez mezclados con los toros. Y otros dos estaban con las vacas robándole las hembras al semental. Los que saben de campo conocen el berrinche que se lleva uno y el trabajo que cuesta restablecer la normalidad de una ganadería. Al salir de la Guardia Civil estaba pesaroso de lo que pudiera pasarle al malhechor si una de estas noches le echa mano las patrullas. Me olvidaba del daño pensando que alguien iría a la cárcel por haber firmado un papel.

Una vez pillé a un pobre diablo pegando fuego a un cercado. Días antes me habían quemado una nave con tres mil alpacas de forraje. Era el mismo. Un cazador al que los renteros del coto no dejaban entrar en la finca. Una venganza ruin. Lo llevé al cuartel y puse la denuncia. El sargento cogió el Código Civil y le explicó las penas que le esperaban. Aquel desgraciado hijo de un amigo mío estaba recién casado y con dos niños pequeños. Pensé que primero lo echarían del banco donde trabaja y luego iría a la cárcel.

Pensé en la mujer y en las criaturas. En el daño que iba a hacerles por culpa de aquel pobre imbécil pirómano. El forraje y la nave tenían arreglo. El futuro de aquella familia ya estaba destrozado. ¡Sargento, rompa usted la denuncia que aquí no ha pasado nada! ¡Los niños no tienen la culpa! Días después el padre del pirómano me dio las gracias emocionadas, pero el delincuente no ha vuelto a hablarme. Me mira por encima del hombro y anda por ahí hablando mal. Cría cuervos… Pero mi horror a las cárceles me lleva a estas cosas. A pedir que el facineroso causante de los últimos atropellos no vuelva para que no lo pillen los guardias y tener que vivir con el remordimiento de ver a un hombre pudriéndose en una celda por firmar un papel. Los novillos se curarán de las cornadas y los dos toros aparecerán cualquier día ensotados entre las bardas de las Matas de la Alameda.

Alfonso Navalón, julio 1997