¿Alguien ha pensado alguna vez en vivir la experiencia de paladear una tarde de toros desde fuera de la plaza?

Teniendo la entrada en el bolsillo, quiero decir, viendo ese ambientazo que se forma en los aledaños de un coso bonito en una tarde de relumbrón, ver cómo va entrando el gentío y esperarse allí hasta que le cierren la puerta en sus narices. Con su cuajo y su temple.

¿Cómo sonaría la música extramuros? ¿De qué manera se escucharían los olés desde afuera? ¿Existirá en el mundo un chiflado semejante?

Pues mire usted que esto es algo llevaba queriendo probar desde que era un niño chico, y en Sevilla tuvo que ser, aunque debo ser honesto para declarar en este momento que en los bolsillos de mi guayabera no había entrada alguna, porque las pocas disponibles estaban en las faltriqueras de las reventas, quienes iban terminando de vender el pescado a pocos minutos del comienzo. Ni gratis hubiera comprado, lo juro.

De modo que me aparté de su alcance y me dejé atrás la Puerta del Príncipe para pasar por debajo de la casa de los Maestrantes hacia el patio de los ganaderos, y por allí fui descubriendo a buenos amigos que se sorprendían al verme yendo en sentido contrario.

Ni ahora puedo relacionarlos -porque uno iba con la querida, otro dejando el reguero de aceite por el cárter, dos tienen peso oficial y la última andaba ligera de cascos- ni entonces pude explicarles que iba sin boleto y estaba comenzando un tremendo desafío.

A la hora en punto, cuando amainó el trasiego del personal, regresé a la puerta de la cadena para intentar captar la primera nota de la tarde, la del cerrojazo. Pero nada de eso, ni mucho menos, ni siquiera me enteré de los clarines por la alta contaminación acústica de los vehículos que circulaban por el Paseo de Colón. Menudo ruido.

Pasaron por mi mente aquellos maletillas de película que no podían pagarse una entrada o tantas lecturas sobre testimonios que afirmaban escuchar el jaleo de la Maestranza allende del Betis, en Triana e incluso por las lomas del Aljarafe.

Así que caminé a dextrorsum con la intención de pararme junto a Curro, pero allí seguía habiendo un follón muy gordo y continué hasta el fondo, arrimándome a cada portón -por los que seguía entrando público- hasta llegar a la altura de los corrales, donde se halla la última puerta de acceso a la Maestranza.

Me encontré con un grupo numeroso de estafados en la reventa -unos cincuenta que pretendían entrar con un mismo localizador originario de Internet, lo cual sólo logró el primero a quien el portero le leyó el código de barras- y tampoco allí se escuchaba absolutamente nada de lo que sucedía dentro… hasta que brotó el grito desgarrador de la cornada.

Proseguí mi camino afectado entre la decepción y la angustia, iniciando la vuelta al muro para localizar una mejor ubicación para que la resonancia me permitiera seguir el transcurso de la corrida. Al salir a la calle Adriano -frente al Bar Taquilla- esperaba escuchar al menos la música, pero de nuevo era la nada, y a la espalda de la Hermandad del Baratillo volví a encaramarme al límite de los corrales, otra vez junto al último paso de acceso al coso.

Me llamó la atención la cantidad de gente que había en la terraza tomándose una copa, cuando súbitamente comenzaron los olés y la banda de música se arrancó de lleno. Otros cuatro olés al natural y uno más, el de pecho. Aplausos. Por fin encontraba lo que llevaba buscando por aquí y por allí durante todo el tiempo de casi tres toros, sintiéndolo ahora como si estuviera sentado dentro.

Comencé a dar unos pasos perdidos cuando uno de los tres porteros me hizo un aspaviento con la mano.

-¿Quieres entrar?

Me acerqué para enterarme bien de lo que me estaba queriendo decir.

-A una joven la ha dejado plantada el novio, cuya entrada me la ha dejado aquí como quien deja un café pagado, por si alguien lo quiere. Así que puedes entrar.

Y sin más dilación la validó con el lector óptico.

Al ocupar la localidad que me había tocado en suerte, di las gracias a la señora de mi derecha y a la señorita de mi izquierda, una bóveda eclipsaba el atardecer sevillano y todavía me sobró tiempo para emocionarme con un héroe que toreó en mangas de camisa y con vaqueros, a los sones de Amparito Roca, demostración empírica de que los toros tienen que ser lo que siempre han sido y no lo que algunos quieren que sean.

¡Qué cosas hay que sólo pasan en Sevilla!

Jose Luis Barrachina Susarte,

He aquí la rocambolesca historia que nos narra nuestro compañero en su paso por Sevilla que, como él confiesa, lo que era una quimera, al final tuvo un desenlace dichoso. Yo diría que el más emotivo de lo que llevamos de feria y, a no dudar, de todo lo que queda por venir que, dudo que nada se asemeje a la grandeza inenarrable que vivimos el pasado sábado.