No pudo el capitán controlar la nave y, en un santiamén, el avión se estrelló contra la ladera Este de las altas cumbres de los Farallones de Cali, pocos minutos antes de poder tocar tierra en el aeropuerto. La tragedia estaba servida. La hecatombe no podía ser mayor. Las laderas situadas más cerca al aeropuerto fueron las testigos implacables de aquel accidente macabro. Todo esfuerzo por parte de la tripulación resultó inútil, porque el fallo del aparato lo tornó humanamente incontrolable; no tuvieron tiempo para nada y les fue imposible aterrizar.
Todo ocurrió en brevísimos segundos. Ni los rezos alcanzaron a elevarse al Altísimo. El aparato quedó destrozado en miles de pedazos esparcidos a lo largo de las escarpadas laderas. La tragedia era inmensa. El estruendo del impacto apagó en seco los gritos desgarrados del pasaje; todos sus integrantes, sin distinción, olieron la muerte y la presintieron, sin dudas.
Probablemente muchos de ellos pudieron evocar en esos breves instantes antes del impacto, imágenes de tragedias de dimensiones similares, y la pareja aquella de viejitos, que gustaba del tango, incluso puede que hayan recordado a Gardel y su mudanza a un mejor barrio, en el accidente aéreo de aquel 24 de junio de 1935 en Medellín. El resto y los más jóvenes, tal vez cruzaron por su mente alguna que otra imagen con las que amargan nuestros días cadenas como la CNN o la BBC. Bomberos, ambulancias, servicios sanitarios, policía e incluso gente común, todos se apresuraron para llegar hasta la zona, donde estaban diseminados e incendiados los pedazos de la aeronave siniestrada, para intentar ayudar, para hacer algo; ante todo, para tratar de encontrar sobrevivientes.
La imagen era dantesca. Era algo así como el plató de filmación de La tragedia de los Andes. Pero no, desgraciadamente no se trataba de filmación alguna; era una triste realidad que estaba asolando a Colombia. Los restos del avión ardían por completo; digamos que, lo que quedaba de aquel monstruo de hierro era solo fuego.
Las imágenes que se estaban contemplando estremecían al mundo, dado este desenlace fatal. Allí estaban los medios de comunicación y todas las televisiones de Colombia emitiendo imágenes que nunca deberían de mostrárselas al mundo. Era mucho el horror, la sangre, las lágrimas, el fuego; toda una tragedia que nadie querría ver y que duele mucho a todos.
Una de las preocupaciones de la policía era la de encontrar las cajas negras del aparato siniestrado para saber las causas de la tragedia pero, en realidad, ¿a quién le importaban las causas? Lo que todo el mundo lloraba era la propia desdicha. Los bomberos apagaron, lo más rápido que pudieron, los distintos focos de incendio que los trozos de la aeronave, envueltos en llamas, habían ocasionado en el lugar de su impacto. Era muy difícil el acceso a esos lugares. Tras apagar las llamas, de inmediato, se comenzó la búsqueda de los sobrevivientes y, al mismo tiempo, se hacía el recuento de los cadáveres.
La tarea era dura, complicada, ardua, muy pesada; los hombres que allí trabajaban, gente abnegada y entrenada para tales menesteres, iban recogiendo uno a uno los cadáveres de las víctimas y pedazos mutilados de cuerpos; había que hacer el recuento. La lista de embarque acusaba ciento ochenta y seis personas, entre tripulación y pasajeros. ¿Encontrarían algún sobreviviente?
El radio de acción de la tragedia era enorme; esparcidos por aquellas laderas había trozos de metal retorcido del aparato por todas partes, cadáveres enteros y mutilados por doquier; recorrer la zona era una tarea harto dificultosa y, entre la gente que participaba en la búsqueda y en los rescates de sobrevivientes, cundía una desesperación angustiante y tremenda a medida que iban pasando las horas y no aparecía nadie con vida.
Entre fuerzas de seguridad, efectivos sanitarios, voluntarios, rescatistas y familiares de las víctimas que allí se habían presentado, aquello se había convertido en un tumulto de personas sumidas todas en el mismo dolor. Pensar que faltaban muy pocos metros de altura para que el avión hubiese podido tocar tierra; en tiempo, cinco minutos más de vuelo hubieran sido suficientes. Pero el destino, caprichoso y fatal, quiso que, una vez más, Colombia entera llorara
El país andino tardaría muchos años en recuperarse de esta desgracia. ¿Se pudo haber evitado esta tragedia? Ésta es la pregunta que quedó sin respuesta. Sólo quedaba a los colombianos llorar la pena por la muerte de todas estas personas, víctimas de este accidente aéreo; seres que para cada una de sus familias se tornan irremplazables, insustituibles, inolvidables.
Los trabajos para el recuento y recogida de los cadáveres se hacía interminable; horas y más horas en que la desesperación y el desánimo llenaba de angustia a los familiares de los fallecidos, algunos allí presentes, y también a los más optimistas aunque, hasta el momento, no apareciese ningún cadáver identificado como su ser querido.
Los servicios sanitarios estaban en permanente alerta, porque todavía quedaban esperanzas de encontrar a alguien con vida; muy pocas es la verdad, pero al menos quedaban. En algunos casos era casi imposible identificar a los cadáveres; la tarea se tornaba complicadísima. Era un verdadero horror el que estaban viviendo los caleños y rezando todos juntos, le pedían a Dios para que aparecieran sobrevivientes y para que jamás se vuelva a repetir un accidente de semejante naturaleza.
La desgracia había ocurrido a primeras horas de la mañana y, mientras caía la noche, todavía se seguía con las labores de búsqueda de sobrevivientes. Todo el personal de rescate afectado, trabajaba con desmesurado anhelo para hallar a alguien con vida. Aún era posible. Según el recuento, al menos faltaba ubicar a dos personas que, ¿quién sabe?, podían estar vivas.
Unos potentes focos alumbraban todo el entorno del accidente; la labor se hacía muy penosa, casi insostenible, porque la noche dificultaba mucho más aún la tarea. Ya se habían encontrado, entre otros muchos, los cadáveres de Luis Arango y el de su prometida que, juntos y enamorados, partieron a encontrarse con Dios. Aún no había noticias de Rodolfo Martín ‘El Mago’, el célebre diestro mexicano que quiso acompañar a su homólogo Luis Arango hacia Colombia y que se sabía que viajaba en el avión.
Pla Ventura