¡Silencio, un torero! Las cinco de la tarde. De pronto, silencio. ¿Qué pasa? Que un torero se dispone a torear. Expectación.

En los toros, como en la vida, existe un lenguaje invisible, de igual o mayor significado del que vemos, y de muy intenso contenido: el silencio. Sustituto natural de la palabra, del vocerío al que la masa nos tiene, por desgracia, acostumbrados, en los días que vivimos se echa muy de menos la actitud silenciosa y respetuosa que se vive y siente en la liturgia taurómaca.

El redondel de la vida, o de la plaza de toros, puede convertirse en un manicomio o en mágico ritual donde palpar lo sobrenatural, donde vislumbrar la delgada línea que separa al hombre de su destino, de su yo sobrenatural, de la muerte. Y a un rito los mortales hemos de asistir en silencio.

Un silencio en una plaza de toros sólo puede significar dos cosas: que se ha ejecutado la faena soñada o que no ha ocurrido nada digno de mención. En uno u otro caso, silencio como sinónimo de respeto.

Respeto en los toros, en el rito. Respeto hacia aquellos que se han ganado el mismo. Respeto a la educación, a la honestidad, al buen hacer. Casualmente, caracteres que brillan por su ausencia en la inmensa mayoría de nuestros representantes políticos. ¿Educación? Apenas saben articular palabras con sentido, mucho menos escribir. De argumentar, ni hablamos. ¿Honestidad? Si parece el Congreso la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. ¿Buen hacer? ¡Ja!

Lo que causa pavor es el silencio generalizado que, convertido en norma, se ha impuesto en una sociedad de mangarrianes, cada día más aborregada. Ante esta situación, los que aún tenemos esperanza en nuestros valores, no podemos quedarnos callados, pues el que calla otorga y, bajo ningún concepto, debemos permitir que el silencio se imponga.

Bravo por el silencio respetado, mágico y ritual cuando no hay nada que añadir.   Y olé por los valientes que rompan el silencio cuando es menester romperlo. Es   el momento de la carga de caballería.

 Álvaro Sánchez-Ocaña Vara