Clama el cielo la orfandad taurina de un torero grandioso, de una primerísima figura durante casi tres décadas. Con Enrique Ponce, que en 2021, en plena feria de Burgos, a la que llegó después de torear en León, decidió colgar el chispeante de luces, a apagar la luz de su actividad y retirarse del mundanal ruido en la paz de la mágica Almería, al lado del Mediterráneo, el lugar ideal para colocar la piezas de puzle.
Duele ver el vacío existente en los estamentos de la Fiesta, quizás intencionado, con una figura de época, que ahora mismo casi nadie recuerda; ni tampoco demanda a uno de los toreros más grandes. Un vacío inmerecido a quien tantas veces tiró del carro, a quien siempre estuvo dispuesto a colaborar con empresarios, a echar una mano a jóvenes toreros, a levantar ferias languidecientes cuando más lo necesitaban; a quien nunca se arrugó en anunciarse con toros de Victorino, de Adolfo… incluso de Miura para homenajear a Manolete. A quien siempre aguantó a los samueles en las ferias, cuando ya estaban fuera de los grandes carteles, al igual que los atanasios… A un ídolo del toreo, puente natural entre España y América; a todo un maestro –y este merece la distinción con mayúsculas-.
¡Qué mentes más olvidadizas! Ya nadie recuerda -a lo mejor de forma intencionada- que el año de la pandemia cuando las luces del toreo se apagaron y ningún valiente se atrevía a entrar en él, ni siquiera con una vela, fue Enrique Ponce el que echó a andar, el primero en anunciarse en corridas, en recuperar ferias y en estar ahí cuando todos estaban escondidos. En ir a torear sin saber si quiera si iba a quedar limpio algún dinero, porque lo que de verdad interesaba era recuperar la Fiesta, empujarla para que echase a andar. Y en este mundo tan ingrato nadie echó cuentas a Ponce, nadie. Quizás por eso, un día en Burgos, harta de tanta ingratitud, ni siquiera se vistió de torero y decidió dar carpetazo, porque también manda el orgullo de quien ha sido el torero de una época y un torero de época. De alguien que gustará o no, pero su nombre es leyenda y merece, más que nadie, volver para rubricar el lujoso libro de su vida taurina.
A Ponce hay que organizarle la gran temporada de despedida que merece, porque él se la supo ganar después de tirar del carro como nadie lo hizo. A rubricar su impresionante trayectoria y volver a aplaudir su faenas mandonas y cargadas de elegancia. Y es que insisto, gustará más o menos, pero es una leyenda que merece los honores como tal, jamás este vacío tan ingrato existente contra él. Hay que esperarlo y alfombrar su piso en cuando diga que vuelva, porque lo hará con misma categoría que siempre tuvo y para poner el mejor broche de oro. El broche de un coloso que jamás merece esta injusta orfandad desde el aparato de la Fiesta.
Paco Cañamero