En la oda actual hacia la fealdad y lo materialmente insustancial, cabe preguntarse qué ha sido de la belleza y la sacralidad que permitían a la humanidad identificarse con el origen y fin de todo a través de la búsqueda interna y espiritual, no ya de un dios, sea el que fuera, sino de uno mismo. Bajo estas negras nubes, las palabras de Juan Belmonte bien debieran convertirse en axioma e iluminar la existencia de propios y extraños:
Si en el toreo lo fundamental fuesen las facultades, y no el espíritu, yo no habría toreado nunca. […] Tengo que insistir en mi convicción de que el toreo es fundamentalmente un ejercicio de orden espiritual y no una actividad meramente deportiva.
Y es que la vida es, y debiera ser, sagrada en sí misma. Para acercarnos a la sublimidad ha de vivirse con absoluta y sincera belleza a través de prácticas o actividades ligadas al espíritu. Como el toreo.
Con las vidas paralelas de Joselito y Belmonte el toreo se llenó de misticismo, de alma. Al morir el menor de los Gallo, Juan se quedó solo de verdad: con el toro y con su psique. Lo interesante de la edad de oro es que el toreo había cambiado de oficiante. Ya no era un sacerdote el que dirigía el ritual sacrificial del toro. El torero había ocupado su lugar, pero no por ello el rito perdió su signo espiritual: al contrario, se incrementó, pues el nuevo oficiante podría ser inmolado en la ofrenda de vida. La posibilidad de ofrendar la propia vida es, con toda posibilidad, el elemento más espiritual de la existencia misma.
No es de extrañar que, por todo lo que representa, la tauromaquia se encuentre en el punto de mira de la chusma progre-woke. En primer término, por su la religiosidad, pues es un ritual irrepetible, efímero y artístico que tiene como último objetivo la muerte del toro, objeto primigenio de culto. Sin muerte es un acto fallido. Aparece en todo momento un elemento al que sobreponerse: el miedo. En esencia, dominar o ser dominados.
El ente moderno, como buen marxista autoengañado, vive adherido a una vana materialidad. Por tanto, lejos de su entendimiento se halla la creencia y la fe con la que todo se realiza en el rito que tanto aborrecen. El torero, por supuesto, creyente por convicción, por ser conocedor de la realidad que ha elegido vivir; y los asistentes al rito, poseedores de una fe puesta en común al servicio de un acto que celebra la existencia, la propia vida. Su similitud con el cristianismo es notoria: el sacrificio del hombre en busca de la inmortalidad y gloria que comparten los hombres.
La ética, como propósito y obligación del hombre para los hombres, es otro gran pilar del toreo. ¿Qué valor han de merecer aquellos que hablan de sensibilidad animal a la par que de derechos humanos? Entramos en el disparate positivista de “nadie tiene derechos por su propia naturaleza hasta que le son otorgados por alguien”. Y la cosa no es así. Todo derecho ha de ser recíproco. Éticamente, ¿qué es moralmente mejor, continuar con las corridas de toros, en las que el animal sirve de sacrificio al hombre, o abolirlas con la consiguiente extinción de la cabaña brava? Sirva de ejemplo el siguiente diálogo que Rubén Darío ponía entre un toro y un buey. El primero, oyendo los clarines, se lamenta:
Ayer el aire, el sol; hoy, el verdugo […] ¿Qué peor que este martirio? A lo que el buey responde: la impotencia. Entonces el toro exclama: ¿Y qué más negro que la muerte? Ante lo que el buey sentencia: ¡el yugo!
Por lo anterior se deduce que lo inmoral no son las corridas de toros, sino la hipocresía de la doble integridad que impera en la sociedad actual. Los toros, como cultura autóctona, son odiados y perseguidos por los globalistas que pretenden erradicar cualquier atisbo histórico, cultural y, por supuesto, nacional.
Y para no extendernos, aunque razones no nos falten, ante la antropomorfización de los animales, en la corrida sólo se contempla al toro como protagonista, ni más ni menos. Aunque lo ansíen, el animal nunca podrá comportarse civilizadamente como pretende idealizar la sensibilidad, o sensiblería, de parte de la sociedad.
Frente al antiarte, la estética al servicio del rito, de la religión. Un sacrificio entendido no como la simple matanza del animal, sino como una lucha que termina con la muerte del toro, que viaja al más allá para cumplir su misión de fertilidad y garantizar así la supervivencia del pueblo. ¿Cómo no van a odiar al rey de la abundancia, si proponen la esterilización de la raza humana? ¿Cómo no van a tener encono al héroe de capa y espada que se enfrenta a la muerte y su destino por voluntad propia? ¿Cómo no van a ensañarse ante el triunfo del raciocinio sobre la irracionalidad? En esencia, ¿hay algo que no les cause malquerencia?
Álvaro Sánchez-Ocaña