La muerte es capaz de provocar entre los vivos unas sensaciones que pueden bloquear los destellos de lucidez, revertir las coherencias habituales de los pensamientos más firmemente arraigados y descolocar la templanza mínima necesaria como para volver loco al común de los mortales. Puede esta que sea la razón por la que nos intentan ocultar la muerte.

Algunos autores a los que admiro, y mucho más lo hago cada vez que los reencuentro, como son Benito Pérez Galdós, Pío Baroja y Vicente Blasco Ibáñez, muestran la crudeza de la muerte con naturalidad, tanto en el hecho mismo del deceso como en la manera en que este influye en el entorno, como nos estampan en toda la cara con igual intensidad la pérdida del ser humano como los reflejos que esta irradia en su redonda.

La obviedad de la muerte debería ser algo inherente al movimiento de la vida, porque todos sabemos que estamos pendientes de morir desde el preciso instante de nuestro nacimiento, pero es como si no quisiéramos darnos por enterados. Posiblemente como un instintivo dispositivo de autodefensa. En los entornos bélicos que nos ofrecen el canario y el vasco, con frecuencia las muertes vienen rodeadas por las connotaciones trágicas y violentas del combate.

Tanto en los Episodios Nacionales como en Zalacaín el Aventurero, la muerte se muestra junto a la vida desde sus primeras líneas. Sin zarandajas ni aspavientos. Quienes mantienen incólumes sus vidas se van encargando de enterrar a los que mueren, en unas épocas en que la muerte está siempre presente, sin distinción de edades ni clases. La gente se iba muriendo desde el momento del parto, mientras aprendían a gatear o dando los primeros pasos, la muerte les llegaba camino de la escuela y también al comienzo de la segunda edad, así época tras época hasta alcanzar in extremis a quienes conseguían llegar a viejos.

El valenciano Blasco Ibáñez nos ofrece en su novela La Barraca, un pasaje tan siniestro como aleccionador, en el que el tío Barret, tras ser sometido a un sinfín de abusos e injusticias por parte de don Salvador -el viejo usurero- acaba con la vida de este de manera cruel y sangrienta, a golpe de afilada hoz, tras la amputación de una mano y la decapitación. Aquella muerte impactó tanto a los vecinos de aquellas huertas, que logró por un momento la simpatía con aquel que tan sometidos los tenía a su avaricia.

Tres escritores memorables, intelectuales progresistas y a la vanguardia cultural de sus tiempos, ideas republicanas, ateísmo desde el destello hasta el pleno convencimiento, como es el caso de Pío Baroja, que incluso en el lecho de muerte repudió la cruz. Tres escritores que, conocieron y comprendieron la Tauromaquia, que no siempre la aplaudieron y que afrontaron con conocimiento de causa tanto los olés como la apostasía, los cuales en una hipotética conversión de principios a los códigos políticos actuales se verían encuadrados en la izquierda más absoluta, algo en realidad imposible porque ni un solo intelectual de renombre le queda a la actual izquierda extrema. Desgraciadamente, quiero decir, porque no lo expreso con jactancia sino con la pesadumbre que me inclina a pensar que con otras mentes estaríamos ante un escenario bien distinto.

Puede que sea otra de las razones por la que nos intentan ocultar la muerte, porque además tiene un consagrado espíritu metafórico que también se manifiesta cada vez que un torero se retira. En ese instante todos quienes lo defenestraban salen a la palestra a cantarles loas de admiración, porque aquellos que se mueren, aunque la retirada sea sólo una analogía, nos parecen buenos porque a los muertos son los únicos que no envidiamos, porque nunca querríamos estar en su lugar y por eso nos deshacemos en elogios con ellos.

Hartos de alabanzas terminaremos con tantos toreros como se van retirar de aquí a poco.

José Luis Barrachina Susarte

En la imagen, Vicente Blasco Ibáñez, uno de los grandes literatos aludidos en el ensayo de nuestro compañero.