No resulta sorprendente que la ocultación a rajatabla de la parte funeraria haya sido situada como prioridad por el Gobierno durante esta crisis coronovírica. Parece claro que el intento de desvincular la muerte de las decenas de miles de personas con respecto a su gestión es objetivo principal, pero además sucede que la sociedad española lleva tiempo siendo engañada con algo tan natural como es el final de la vida.

Cantaba Camarón que cuando Dios nos da la vida también nos está condenando a muerte, lo cual es algo que los seres humanos sentían como natural desde las primeras civilizaciones y que paulatinamente se nos viene escondiendo desde poco tiempo a esta parte.

Hasta hace dos días velábamos en la propia casa a los seres queridos e íbamos al corral de María para comprar un conejo vivo con el que preparar la comida. En la bici y con un billete azul, de aquellos de Rosalía de Castro, para que la señora lo cogiera al vuelo de manera que nos lo llevábamos recién muerto por un coscorrón en el cogote, y nada más entrar por la puerta lo tomábamos por las patas para que la madre lo destripara, desollara, troceara y friera.

Ahora al muerto nos lo llevamos bien lejos del hogar y compramos la carne envasada con un tejido absorbente al fondo de la bandeja, para que nadie pueda ver ni una gota de sangre, pretendiendo los intolerantes mostrarnos como sádicos a quienes nos atrevemos a considerar la sangre como algo necesario, normal e inevitable, urdiendo un planteamiento torticero que extrapolan al resto de sus discursos éticos.

Tras el infame indulto de Pasmoso en Valencia -un buen toro de la ganadería de Domingo Hernández al que muleteó López Simón, valiendo este ejemplo como podría valer cualquier otro- los revisteros afines al sistema taurino que ahora se está desmoronando, comenzaron a lanzar sus soflamas contra quienes criticábamos la decisión presidencial. Para defender aquel error llegaron a afirmar que quienes no estábamos a favor de ese indulto no estábamos a favor de la vida.

La ocultación de la muerte lejos de evitarla logra incrementar sus consecuencias a base de convertirla en algo casi inesperado capaz de someter a la gente por esa sensación de angustia que provoca, y es la razón por la que nos deshacemos en elogios hacia quien acaba de morir, porque es al único que no envidiamos.

Quienes pasan todo el día tratando de ocultarnos la muerte, emplean sus razonamientos una y otra vez para aumentar nuestro desasosiego con respecto a ella: si seguís saliendo a pasear con los niños sueltos nos abocaréis a un rebrote en los contagios, y además los niños también se están muriendo por coronavirus, y también jóvenes sin patologías a quienes se les están produciendo unas trombosis espeluznantes.

Cuando nos señalan a la Luna nos embobamos, únicamente nos fijamos en el dedo señalador y así no nos damos cuenta de que el problema en realidad es la falta de medios para evitar los contagios –mascarillas y tests masivos para calmar nuestra preocupación- aunque también tengamos que poner de nuestra parte cuidándonos un poco más de lo que hacemos, pero en ningún caso vivir con miedo a morir porque la certeza es que no nos escaparemos, sea por este virus o sea por el de los años venideros.

Es muy poco probable que la muerte sea el final, tanto desde el punto de vista religioso -puesto que nos espera el Cielo- como desde la interpretación científica, puesto que somos algo de energía y ésta ni se crea ni se destruye.

Me gusta vivir errante, hoy aquí y mañana allí, y mi vida sigue adelante. Sabio Camarón, otro que ya no se puede morir.

José Luis Barrachina Susarte