Acabo de colgar el teléfono después de estar charlando un buen rato con mi amigo Luis Pla Ventura sobre la soledad del folio en blanco o del miedo ante una pantalla vacía, con ese pedazo de cursor que parpadea como queriendo apremiar al escritor. Unas veces se comienza a escribir sin saber a dónde irá uno a parar y otras queriendo desarrollar un tema que está claro en apariencia pero a la hora de la verdad sin dar pie con bola ante esa amplitud tan blanca que es el Campo de Marte literario.

El profesor Cosimo Chiesa me contaba un día que los españoles –en diferencia con los anglosajones- sentíamos cierto temor a la hora de hablar en público, que somos quijotes y nos van bien las causas perdidas, en frontal antítesis de aquellos aludidos, los cuales toman el micrófono como si fuera de juguete pero sienten escalofríos sólo de pensar en ser unos perdedores. Por eso, este entrenador de la mente me sugirió que cuando me encontrase ante un grupo –por pequeño que fuese- dedicara un par de minutos a hablar de banalidades con el objetivo de empezar a sentir comodidad y confianza, así a continuación podría empezar a contar lo que hubiese ido a contar con mejor fluidez.

Esta recomendación no cayó en saco roto resultándome de gran utilidad, hasta el punto que la subrogué focalizándola también para la escritura, con la trivial diferencia de que esas primeras palabras que sólo sirven para ensuciar el folio, terminan casi siempre en la papelera de reciclaje aunque en esta ocasión aquí las dejo a modo de ejemplo.

Con las primeras ideas van imprimiéndose las primeras letras y viceversa, que es cuando cobra verdadera importancia el segundo muletazo. Si este tiene hondura y largura nos lleva al tercero para que ya podamos estar escribiendo en serie. Sin embargo, si hay enganchones o coladuras toca volver a colocarse y citar de nuevo, cambiando de pitón si fuese preciso.

Me parece horrible que el ganado de lidia salte al ruedo con los crotales porque suscita una sensación de mayor mansedumbre de la que ya de por sí suele mostrar este tipo de ganado. Como esto se debe a un requisito legal veterinario no se puede poner en duda su necesidad pero sí que podría debatirse si también habría que convertir en necesario que estos les sean retirados en alguno de los muchos viajes que las criaturas del campo bravo hacen por las mangas y cajones. Por ejemplo, cuando van a retirarle las fundas o hacerles esos pequeños arreglos en las astas que están autorizados por el Reglamento.

Hablando de astas y bravura súbitamente deberíamos pensar en los picadores y el tercio de varas, en su importancia y en porqué los varilargueros tienen el honor de vestirse de oro como los espadas. Se trata de una historia tan bella por su fundamento como penosa por el funesto presente.

La plaza de toros es un ágora incomparable para mostrar cómo es una democracia real, con representación de todas las clases sociales ubicadas en sus diversos estratos, con aquellos que quieren medrar y se van a una barrera con enorme esfuerzo económico, otros a la grada alta aun siendo pudientes, los granujas intentando colarse y algunos sinvergüenzas que entran de gañote a sacar pecho en el callejón. Con un buen gintonic sobre la tronera, también sacado de las gorras ajenas. A la hora de votar todos tienen igual valor y pueden mostrar su aprobación clamorosa o su protesta más enérgica, pudiendo cambiar de parecer en apenas veinte minutos cuando procede.

Cuando el escritor empieza a ensuciar esa hoja que estaba en blanco, y la faena va tomando cuerpo se encuentra con la paradoja de que no ve el momento de parar.

En la imagen, la figura del picador, la que pondera nuestro compañero tan acertadamente.

José Luís Barrachina Susarte.