Conocí a Isabel Pintado, personaje entrañable que me abrió su corazón y algunos azarosos pasajes de su vida. Allí, en su santuario particular, junto a la mesa camilla y braserito; entre fotografías firmadas de Morante de la Puebla, Curro Romero, El Beni de Cádiz o Porrinas de Badajoz entre otros. En una tarde de carnaval fue desgranando  su vida. Me habló de Magdaleno; -el que fuera su primer amor-, de los abusos que sufriera por un señorito alcoholizado del barrio de San Bernardo en Sevilla, mientras ejercía de limpiadora y un poco de todo en casa de éste. -¡Fue un verdadero flechazo; hasta me fui con él a la aventura; bueno, le habían contratado para bailar en «Los Canasteros» de Madrid!

-Los rizos aceituneros y ojos verdes de Magdaleno, bailaor flamenco de un tablao sevillano le habían noqueado. -¡Abandoné al hijo de puta que me había maltratado y me largué con Magdaleno; sabía que no sería fácil, pero aun así viví los días más felices de mi vida!…-Suspira Isabel mientras su mirada se difumina, como perdida entre infinitud de nostalgias que le rodean, en su pisito del pueblo extremeño de Hornachos, donde naciera.

Una mujer de apenas veinte años secuestró y robó el corazón a Magdaleno,  y de nuevo Isabel vio tambalear su vida. Desesperada por aquél desaire, a punto estuvo de ejercer como «meretriz» en un piso de la calle Montera, pero un banderillero retirado le proporcionó un trabajo de camarera en el mesón-taberna  Antonio Sánchez. En aquél  local, bizarro y tan peculiar del viejo Madrid trataría con cantaores, toreros retirados, chamarileros y comerciantes del cercano Rastro.

Y precisamente, en uno de esos domingos con sabor a Rastro, apareció por la taberna un joven cargado con un extraño fardo. Parecía excitado y sus ojos oscuros centelleaban observando las cabezas de toros que colgaban en las paredes. Aquello, que era algo consustancial a los turistas no sorprendió a Isabel, sin embargo había intuido algo en el joven cliente. Éste le pidió una caña de cerveza, y al servirle el vaso le soltó a bocajarro: ¡como ese me los he pasado por la barriga y los muslos, así de veces!, -se refería a la cabeza astifina en negro zaíno, protagonista de la alternativa de Antonio Sánchez, y el gesto sugería infinidad de veces.

Abelardo Fernández se llamaba aquél soñador de la gloria taurina, que con más de veinticinco años seguía luchando por los pueblos de la serranía  madrileña, de Ávila, de lo que llaman «valle del terror» como un capa, un novillero de escaso recorrido. Tanto esfuerzo durante penosos años tuvo su recompensa: le habían ofrecido un puesto para una novillada de las denominadas de la «oportunidad» en la vieja plaza de Carabanchel. Allí le esperaban unos serios ejemplares del Marqués de Ruiseñada. Por eso, aquella mañana había comprado un viejo vestido a un chamarilero del Rastro.

Era un terno ajado, maloliente, que muchos años atrás tendría un color fresco y vivo, muy probablemente sería grana y oro, y que después había quedado en un sucio y extraño color entre marrón y gris. Los brillos de los alamares se habían apagado tristemente, y apenas eran una rémora de lo que fueron. Pero Abelardo se sentía inmensamente feliz con aquellos restos de tela descoloridos y sin vida; y por ello no tuvo rubor en mostrarlo a Isabel.

Ella, cariacontecida por la enorme expresividad de él, por sus tremendas ganas de ser torero, por una ilusión tan caliente como la lava de un volcán, no pudo reprimir una mirada de franca admiración hacia aquél joven, a quien doblaba la edad y que perfectamente podía ser su hijo y de esa forma le invitó a otra cerveza; un detalle para tal vez congraciarse y decirle que comprendía los trazos y colores de su gran sueño.

Sin apenas darse cuenta, se vio envuelta en la encrucijada de un amor con un pretendiente a la gloria, incluso vivieron juntos en un pisito en la Ribera de Curtidores. «Le ayudé en todo cuanto pude, todos mis escasos ahorros fueron para pagar muletas, capotes, y demás cosas que un novillero precisa».-Me explicaba Isabel, a la vez que me mostraba un pequeño portarretratos donde aparecía Abelardo, momentos antes del paseíllo, vestido con aquél terno ajado y mortecino. «La suerte nunca estuvo de su parte y jamás pudo conquistar el sueño de tomar la alternativa». Las palabras de Isabel eran descorazonadoras y tristes, y cuando levanté los ojos para mirarla, comprobé que de sus ojos todavía hermosos afloraban un par de lágrimas que eran como dos perlas macizas.

Ahora, ella vive en su apacible retiro extremeño, aunque las cadenas del recuerdo jamás le dejarán libre. Del pobre Abelardo, supe que fue un novillero valiente, que los novillos no pudieron con él, y que una leucemia aguda se lo llevó por delante…

Fotografía: Interior de la taberna «Antonio Sánchez».

Giovanni Tortosa