Seguro que su padre saldrá de ésta, tiene la misma casta que sus toros. Era nuestra respuesta, cuando Victorino (hijo) nos hablaba de la deteriorada salud de su padre, mientras tomábamos café en un bar de Calasparra. Eran los momentos previos a una de las novilladas en la popular «Feria del arroz» del pueblo murciano. Esa tarde se lidiaban sus «patas blancas» de Monteviejo, origen Vega-Villar. A la postre, aquella novillada resultaría triunfadora de la feria. Era el año 2017.
Durante aquél café salieron a relucir retazos de nostalgia taurina, como aquella anécdota de «Belador» cuando fue indultado y costó más de media hora devolverle a los corrales, y entró gracias a un perrillo que consiguió lo que los cabestros no pudieron lograr, ni Florito, ni nadie de las cuadrillas. Todo fue como mirar por el retrovisor de un coche y vislumbrar a lo lejos tantas y tantas sensaciones en torno a los victorinos.
Aunque la compra por un millón de pesetas, de una ganadería que llevaba camino del matadero, como era la de Escudero Calvo allá por el año 1960, supuso todo un reto para quien ya venía curtido de mil guerras, lo mejor estaría por llegar cuando los aficionados madrileños ya andaban un poco hartos de los consabidos encastes de Núñez y Domecq; así como un relámpago estalló la famosa corrida del siglo en los años ochenta del pasado siglo.
El festejo más repetido en televisión consolidó a Victorino como la gran figura de los ganaderos, quien más cobrara por sus toros cárdenos. Pero antes, esos mismos toros habían dado triunfos rotundos a Andrés Vázquez, Miguel Márquez, Dámaso Gómez o al mismo Ruiz Miguel. Su debut en Madrid se produjo en el 1965, con una novillada donde El Inclusero saldría a hombros.
«Es un dicho mío. Yo digo que los andares de una mujer son como los de un toro, no hay nada más bonito en el mundo. Usted pensará que estoy ‘chalao’, ¿verdad? Eso es porque no ha visto el toro en el campo. Es igual de elegante que una mujer, tiene una arrogancia, un porte…Yo me quedo embobado mirándolo». Así se expresaba el ganadero de Galapagar en una entrevista. Victorino era directo y no pretendía adular a nadie; cantaba sus verdades, que probablemente tenían la misma seriedad de sus toros.
Su rostro, como marcado a golpes de cincel, reviste aquellos reflejos de quien ha vivido con la intensidad de la pasión, pero también sabe disimular las esquinas de la tragedia. Como Pedro Navaja, luce diente de oro, cuyos destellos anuncian el éxito de un luchador que no sabe de rendiciones. Por eso, cuando le pusieron contra las cuerdas por falsos diagnósticos de afeitado, cogió sus toros y se exilió en Francia. No podía admitir humillaciones de ese tipo.
Le recordaremos siempre, sentado en la meseta de toriles de Las Ventas, fumando un buen puro con un traje color beige, saludando a los muchos aficionados que simpatizaban con sus toros y propiamente con él. La prensa le llamó el paleto de Galapagar, quizá por aquello de no ser un ganadero proveniente de la nobleza. Navalón fue uno de los críticos que primero apostó por él. Y Galapagar pasó a formar parte de la mitología taurina. No sólo por Victorino, también por su pariente José Tomás.
La grandeza de ambos, ganadero y torero, trayectorias de altísimo nivel, otorgaron al pueblo de la serranía madrileña un lustre de corte histórico. No siempre le nacen a un pueblo un par de figuras a escala universal en el mundo taurómaco. Sin embargo hoy, Galapagar es archiconocido porque un par de paletos de los de verdad, que la ciudadanía ha disfrazado de falsos marqueses; personajes siniestros donde los haya, viven allí. La tauromaquia decae y la zafiedad gana enteros en una sociedad cada vez más infantilizada.
Giovanni Tortosa
En la foto, un «cartel de feria». De izquierda a derecha, Victorino Martín García, en el centro el irrepetible maestro Andrés Vázquez y a la derecha, nada más y nada menos que, el ganadero por antonomasia, don Victorino Martín Andrés.