Posiblemente, el hotel Wellington, sea uno de los más taurinos, junto al Reina Victoria; ambos en Madrid. El Colón, en Sevilla, y Ercilla en Bilbao vienen a ser los santuarios de la tauromaquia. Cierto es, que no todas las cuadrillas pueden permitirse estos lujos, digamos de aquellos que ostentan la etiqueta de figuras, sí andan en estos establecimientos, de pasillos enmoquetados, salones con tintes versallescos; y en el caso del Wellington, sería el único hotel que tiene una gigantesca terraza convertida en huerto de hortalizas y verduras, y cuyos dueños poseen una de las ganaderías más encastadas: Herederos de Baltasar Ibán Valdés.

Estos lugares, vienen a ser los mudos testigos de tanta zozobra y miedos que las cuadrillas pueden vivenciar a lo largo de su estancia, especialmente en los prolegómenos del festejo, durante la vigilia surgida entre matador o jefe de la cuadrilla, el fiel escudero que viene a ser el «mozo de espadas» y el resto de los componentes: banderilleros y picadores. Y al final, a la vuelta, después de acabado el festejo, la cosa tendría el color del éxito o del fracaso. Ahí es, donde muchos toreros pueden calibrar las resonancias de su actuación, y a veces la soledad se une, de manera perversa a ese luchador vestido de luces, que puede constatar su fracaso.

La última vez que visité este emblemático hotel, -situado en calle Velázquez, a unos metros de calle Alcalá,- fue con motivo de la entrega de premios, que la Fondazione Constanza realiza anualmente. Dichos galardones fueron repartidos durante la larga cena. Como el evento, en nada tenía que ver con un ceremonial de bodas al uso, por tanto lo de la «barra libre» post-cena no existía y después de haber posado para la posteridad en un photocall, los invitados fuimos abandonando la sala de manera discreta y paulatina. Y mientras mi amiga Fanny quemaba los últimos momentos de una noche mágica; -al modo de una «mascletá valenciana»- posando entre algunas encopetadas damas por las palaciegas escaleras del Wellington, yo aproveché para vivir un momento de cierta espiritualidad, sentado en el hall del hotel, debajo de un óleo de temática taurina del pintor segoviano Lope Tablada.

Evoqué algunos momentos de corte taurino, cuando hace unos años frecuentaba el bar del hotel, en mañanas feriales de san Isidro;  a la memoria vinieron gratos recuerdos vividos en la atmósfera taurina del egregio edificio.  Una de las anécdotas que estaban emparentadas con el hotel, vino de la mano de un apoderado, cuando me contó la experiencia vivida con un afamado diestro de los años noventa, apoderado por él. En un tono que no sabría descifrar, entre jocoso, irónico, y tal vez con un toque de amargo final; fue relatando la sorpresa que le deparó su poderdante, a la misma hora que las cuadrillas asistían al sorteo en las corraletas de Las Ventas.

El apoderado se presentó en la habitación del torero, con el fin de motivarle para el festejo; una corrida isidril crucial en su carrera, determinante para su futuro. El hombre subió directamente a la suite, llamó repetidas veces a la puerta, sin que nadie le respondiera, a la vez que podía escuchar risas y jadeos provenientes del interior. Después de pasados varios minutos, la puerta se abría, aunque apenas unos centímetros, para dejar entrever el cuerpo desnudo del torero, con el único atavío de una toalla que cubría su cintura.

Aquella mañana, motivos personales, habían impedido ir hasta el sorteo al apoderado, pero una vez libre, éste decidió acercarse al hotel. El torero, que tampoco esperaba aquella visita, quedó perplejo ante su presencia. En los enmoquetados pasillos se escucharon frases con verdadera contundencia. Airado y tenso, el apoderado penetró al final en la habitación, para olfatear y percatarse de aquel entuerto. Cuando el clímax entre los dos profesionales del toreo era de lo más denso, sigilosamente salieron del cuarto de baño un par de esculturales amazonas, que sin más comentarios abandonaron la suite. Aquél día, apoderado y torero rompieron los lazos profesionales  que unían a ambos.

Giovanni Tortosa.