Hace escasamente una semana, se recordaban desde este medio los orígenes de la casta fundacional navarra. Sin embargo, sería injusto no hacer hincapié en lo que más fama y caché dio a las vacadas que llevaban esta sangre: su fiera bravura y casta. Por ello, es necesario recordar dichos caracteres temperamentales que hicieron temer a los “toritos navarros” por donde quiera que se anunciaran.

 

Estas vacadas tuvieron su mayor trascendencia taurina en el siglo XIX, cosa que conducirá al lector a imaginarse que la selección del animal se fundamentaba en la lidia clásica, y no moderna. Por tanto, en el comportamiento en el ruedo de los toros (por antonomasia) colorados, de chato hocico y elipométricos y brevilíneos primaban su aptitudes y actitudes en el caballo, en el tercio de varas. Al igual que la lidia y el toro bravo, el primer tercio (el de la bravura) ha evolucionado ostensiblemente, pues antaño se recurría a un caballo viejo (con su debilidad propia) desnudo. Esto último provocaba que los puyazos fueran de poca intensidad, con lo cual, en repetidas ocasiones no dejaban de ser cortes sobre el lomo. Ogaño, el peto ofrece la posibilidad de infligir un mayor castigo al toro, ya que existe la posibilidad de sostener su acometida. Esta diferencia es lo que permite explicar el elevado número de puyazos que a los toros se recetaban. Estos exorbitantes datos se concretan y exageran en casos como los de “Llavero”, de Don Nazario Carriquiri, que tomó cincuenta y tres puyazos, matando a catorce caballos, en 1866, en Zaragoza; “Elefante”, del mismo hierro, con treinta y tres varas, matando a cinco caballos, en Tudela, por allá 1882; y, como último ejemplo, “Sillero”, de Don Joaquín Zalduendo, que tomó veintiocho puyazos, en Bilbao, ya en 1902. Para sostener esta teoría del peto, se pone como ejemplo a “Pelotero”, de Don Cándido Díaz, que solo tomó cuatro puyazos (en 1930), tras el decreto que impuso la obligatoriedad de vestir a los caballos, en 1926.

Es, por tanto, en este primer tercio donde se manifiesta de forma más exponencial su bravura dura, sin nobleza alguna. Muchos tratadistas y revisteros de la época (aquellos mismo que usaban el término “gamuza” para referirse a los caballos muertos en esta parte de la lidia) coinciden en su espectacularidad, pues se arrancaban de lejos para el encuentro con los del castoreño. Una vez toro y caballero se reunían, derribaban con suma facilidad a los que con su sangre se habían ganado el oro, por su codiciosa embestida. Con el caballo en el suelo, persistían en su ahínco fiero, profiriendo repetidas cornadas sobre la presa. Es una manifestación de su brava condición el hecho de ensañarse con la “gamuza”. La situación dada en algunas tardes de sol y moscas, en que el toro arrebata a matadores o auxiliares sus capotes, quedándose encima de él, no necesariamente corneándolo, es una demostración de la pretensión dominadora y controladora del toro sobre su presa, de poner su pica sobre su conquista, gallardo. Así pues, el toro que, una vez derribado el caballo, persiste en sus acometidas, aún sabiéndose vencedor, llegando incluso a patear y morder, no se trata sino de una demostración de condición verdaderamente fiera.

Dicen profesionales y aficionados que aquello que el toro demuestra en tercio de varas, lo sostiene durante el resto de la lida. Por tanto, animales tan definidos desde un principio, no sufrían considerables modificaciones en el transcurso del segundo tercio. Por ello, se recuerdan en distintos ensayos y crónicas la muy fiera condición en los garapullos. En ese momento de la lidia, los toros perseguían a los banderilleros y demás peones, resultando tan hostigados que caían en la obligación de tomar el olivo. Sin embargo, la reacción de los navarros no era otra que la de saltar también la barrera, detrás de su enemiga. En muchas ocasiones, proferían graves cornadas a los peones y procedían a morderlos, comportamiento muy parecidos a lo expuesto supra. Un toro de Don Miguel Poyales, “Coloso”, hirió gravemente en Barcelona a dos banderilleros, 1875; “Centinela”, de Don Raimundo Díaz, hirió de muerte al banderillero Rafael Ardu Quico, en 1882, en Tarazona; “Tirabeque”, en Zaragoza, que corneó con semejante fuerza a un banderillero, en 1875, arrojándolo al callejón; y, por último, en 1896, “Molinero” corneó gravemente a Juan Sánchez, también en Barcelona, en 1896.

A la desorbitada bravura, fiereza y agilidad, hay que sumar su portentosa inteligencia, permitiendo su pronta y fácil orientación. Por tanto, los estoqueadores de la época se limitaban a castigar al natural, con sus muletas, a los toros navarros, para matarlos en cuanto pidieran la muerte. Eran faenas de corta duración, pues en cada muletazo, el toro aprendía a pasos agigantados. Embestidas correosa, para que sus matadores lidiaran sobre las piernas, a toros que sobre las manos se apoyaban: mediante ante el tan añorado y bello macheteo. Fueron muchos los que causaron la muerte de diestros.

 

Por Francisco Diaz