Sin nada que lo frene el tiempo corre a la velocidad de la luz y hoy nos encontramos con el doceavo aniversario desde que Antoñete se fue a torear con los ángeles de la eternidad y quedamos huérfanos de él. De su personalidad arrolladora recogida en ese mechón tan solemne que fue una de sus identidades, porque era el reflejo de su empaque y torería.
Fue una ventolera de aire fresco en su reaparición soñada de los 80 y entonces, junto a la también deslumbrante torería de Manolo Vázquez, cautivó a los chavales de esa época que llegábamos a la Fiesta para identificarnos ya para siempre con la Tauromaquia gracias al particular banderín de enganche que supuso su nueva irrupción en los ruedos.
Fui antoñetista en los años mozos y aún en tiempos de aquella rivalidad con Julio Robles a cuenta de un quite en Madrid que separó amistosamente a los dos maestros durante una época, pero grandiosa para el toreo por la dimensión ofrecida por ambos colosos y supuso que quienes abarrotaban esa tarde Las Ventas la abandonasen toreando de salón. Entre Robles y Antoñete viví dos pasiones en esa época –sin olvidar a otros muchos toreros que me cautivaron, porque casi todos tienen algo para admirar-, cuya catarata de pureza sigue fresca y presente en los almacenes de mi memoria
Chenel fue uno de los más grandes que vieron mis ojos, siempre con la verdad por delante en medio de naturalidad que desprendía su torería. El más madrileño de todos –sin olvidar a Vicente Pastor, Marcial, Luis Miguel, Julio Aparicio, Teruel… que hicieron siempre gala de su madrileñismo- y al que su ciudad natal no ha correspondido con la promesa hecha de cuerpo presente para distinguirlo con una calle cuando la merecía más que nadie. Como también su recuerdo, tan presente en la afición, debería perpetuarse en un bronce.
Sobre todo porque Antoñete fue la esencia de una época y el reflejo de la más pura torería personalizada en su mechón. Ese que nos dejó huérfanos hoy hace ya una década.
Desde hace ya una docena de años que Antoñete descansa el sueño eterno cerca de los grandes toreros madrileños. Cerca de Vicente Pastor, de Marcial Lalanda, de Dominguín, del Yiyo.…, mientras quedan infinidad de recuerdos y de leyendas del torero muerto. De un hombre bohemio y vividor enamorado de la Fiesta. Del hijo de un monosabio rojo que vivió la postguerra con las privaciones de los vencidos. De un hombre que marcó su vida por el toro, impregnado de nicotina y con tanta facilidad para acariciar el cielo como coquetear con el infierno. Siempre sin patrones escritos, ni ninguna continuidad. Era él, Antoñete, fiel a sus ideas rojas, a sus aires libertinos, a la bohemia que lo alzó en un símbolo de la movida madrileña, coincidiendo con su mágica reaparición en la década de los 80. Entonces, cuando ya su cara estaba poblada de arrugas, las ojeras destacaban y siempre su inconfundible mechón de la torería, a las nuevas generaciones nos acercó a las plazas para descubrir cómo fue la eterna grandeza de la Tauromaquia. Y enamorarnos ya para siempre de este personaje, distinto y siempre torero.
De un personaje que le encantaba Salamanca y en esa tierra pasó épocas fantásticas en los años que toda la torería andante se venía al Campo Charro. De él quedan muchos recuerdos protagonizados en las casas ganaderías de esta tierra hace medio siglo, como las de Manuel Cobaleda, Antonio Pérez, Sánchez Rico o más tarde la de Alfonso Navalón, a cuya finca acudió en distintas ocasiones, ya en su dorada reaparición. Sin embargo fue en Campo Cerrado, en casa de Atanasio Fernández donde escribió importantes páginas de su vida tras acudir en numerosas ocasiones y pudo disfrutar semanas enteras durante el invierno. Allí nació una íntima amistad con el viejo Atanasio y extendida a su hijos Natividad, Pilar y Bernabé, junto a su yerno Gabriel Aguirre, abriéndole las puertas de esa casa para compartir infinidad de momentos con Paco Camino, otro ilustre torero, también muy vinculado a esa ganadería de Atanasio. Por entonces casi siempre lo acompañaba Checa, un antiguo banderillero y, en ocasiones, Luis Para ‘Parrita’, en esas fechas matador y después excepcional peón de brega.
Entonces, Antoñete tentaba por la mañana y al acabar, junto a Checa y Parrita, frecuentaba el cercano restaurante El Cruce -de La Fuente de San Esteban-, para paladear un plato de longaniza frita, un manjar que le encantaba junto a una botella de tinto ‘Diamante’.
Sin embargo, a pesar de tanta vinculación con el Campo Charro y de contar con amigos en esta tierra, la plaza de La Glorieta no fue la suya. Fue una cruz para su carrera, todo dentro de una vida donde Salamanca fue muy importante (hasta en el amor con el apasionado romance que mantuvo con Charo López). Y en la que hace treinta y cinco años, a raíz de su reaparición, conoció a un hombre que acabó siendo íntimo amigo y quien le ayudó a fundar su ganadería. Se trata del Niño de la Capea, quien le regaló aquel semental de nombre ‘Romerito’, a quien el viejo maestro del mechón le contaba todas sus confidencias.
Paco Cañamero